A pesar de lo mucho que se viene predicando, de los adelantos que la técnica nos pone a mano (el hielo, por ejemplo, inventado hace rato) y de lo que dicta el sentido común, no falta quien sigue realizando la clasificación maniquea de bebidas de verano frente a bebidas de todo el año. Esa peculiar tendencia a poner puertas al campo y dirigir los hábitos de consumo, no se sabe con qué intenciones, tal vez por puro no saber qué otra cosa decir, crea situaciones chuscas y otras que pueden parecerlo pero que llevan consigo una sorda batalla comercial.

En el campo de batalla de las bebidas del verano algunos platean una pugna absurda entre el vino y la cerveza. Todo un absurdo porque el bebedor de vino, consume también cerveza, aunque al revés eso no esté tan claro. La cerveza cuenta con la imagen engañosa de bebida-refresco y la explota, como si la cerveza no tuviera alcohol. En ese campo, sólo podrían competir los vinos blancos o rosados más ligeros y frescos, tal vez los de aguja, y los espumosos.

Podrían competir en la teoría, porque en la práctica en la mayor parte de los puntos de consumo donde compiten con la cerveza los vinos no suelen estar en las mejores condiciones, se sirven a temperaturas inadecuadas o no son de la cosecha en curso o se aplican unos márgenes comerciales que ponen en fuga al aficionado más entusiasta. Por ahí habría que buscar la razón por la que en amplias zonas, incluso algunas productoras de vino (había que ver hasta hace bien poco la calidad de los vinos de la céntrica calle Laurel, la zona húmeda de Logroño), el vino se bate en retirada a la hora del tapeo.

Ese momento de consumo del aperitivo, de la comida informal o de la charla en una terraza al aire libre, que parece adecuado para el verano, es claramente territorio conquistado por la cerveza y también por aguas minerales e incluso por los refrescos (¡jo! Se ven raciones de chipirones acompañadas por bebidas isotónicas, con claro riesgo de que la mezcla estalle). El vino se defiende únicamente en zonas muy concretas, como el sur, donde la tradición del consumo de fino pugna con la cerveza, o en esos locales heroicos que son los bares de vinos.

Es cierto que puede haber comidas de verano y otras de invierno. A pesar de las bajas temperaturas que se padecen en algunos restaurantes y hoteles en pleno estío, con sus aparatos de aire acondicionado expulsando carámbanos, parece que no apetece mucho enfrentarse a la canícula después de un estofado de jabalí o una fabada en condiciones. Sin embargo, no está tan claro en el caso de los vinos. Aunque en algunas ocasiones apetecen los vinos que se consumen frescos, no es menos cierto que eso puede ocurrir también en invierno, cuando las temperaturas de los restaurantes y hoteles son tan altas que invitan a quitarse ropa.

No hay que renunciar a tomar los vinos más estructurado o más complejos en verano. Sobre todo si las condiciones de conservación en el domicilio urbano no son las mejores, ya que la evolución del vino se acelera de forma notable con las altas temperaturas y más aún con las oscilaciones de temperatura. Conviene, por tanto, disfrutar como cristianos de los vinos que puedan correr peligro antes de que se los coman los gusanos. Sólo hay que ponerlos en las mejores condiciones de consumo.

Afortunadamente, en los establecimientos de hostelería van proliferando cada vez más los armarios climatizadores para vinos. No era de recibo que los restaurantes realicen costosas inversiones para comprar cámaras adecuadas para conservar los productos alimenticios, incluso cámaras específicas para cada producto (como debe ser: no es lo mismo una cebolla que una cococha, como todo el mundo sabe, y a la hora de conservarlas también requieren cada una su temperatura y humedad), y el vino estuviera de cualquier manera, a veces junto a los motores de esas cámaras, muertos de calor y de envidia.

Sin embargo, aunque el restaurante no se haya provisto de esos aparatos, no hay que tener miedo a la cámara o a la cubitera con hielo. Sí, incluso para los vinos tintos de cualquier estilo, algo que nunca está de más repetir hasta el agotamiento, porque todavía hay (incluso entre los profesionales de la hostelería) quien insiste en aquello del tinto a temperatura ambiente.

Hay que contar con que el ambiente puede ser muy cálido, y, aunque el vino llegue a una buena temperatura, puede calentarse rápidamente. Hay que tomar algunas precauciones elementales. La primera es servir el vino frío, al menos dos o tres grados por debajo de la temperatura deseada de consumo. Prácticamente en la acción de servirlo, un vino gana dos grados y luego se caliente rápidamente, lógicamente a una velocidad relacionada precisamente con la temperatura ambiente.

Para evitar que ese rápido calentamiento haga inútiles todos los esfuerzos e inversiones anteriores, hay que procurar servir en la copa una cantidad menor, de manera que se consuma la mayor parte del contenido a la temperatura adecuada. Y no permitir que el camarero rellene la copa antes de acabar con su contenido. Es muy frecuente que en cócteles y similares se sirvan los vinos o los espumosos de forma permanente, mezclando el contenido de botellas diferentes y añadiendo vino frío al que ya se ha calentado en la copa. Consiguen así que nunca se consuma el vino a buena temperatura.

Con todas estas precauciones se puede caer en el peligro contrario: que sea servido demasiado frío, con lo que la percepción del vino se modifican: en aromas pierde potencia (lo que no siempre es mala cosa) y con temperatura fresca tiende a impulsar los aromas frutales y a esconder los de madera (lo que en ocasiones es altamente recomendable); en la boca suelen potenciarse las sensaciones ácidas y, con ellas, las astringencias tánicas. No hay mayor problema; se calentará en pocos minutos y siempre es más fácil hacer que suba su temperatura que bajarla si está demasiado caliente.

No hay que renunciar a nada por el calor, pero no hay que olvidar tampoco que incluso los vinos más frescos y ligeros, lo mismo que las cervezas, tienen un componente alcohólico. No hay que abusar en ningún momento pero en verano es vital extremar las precauciones porque las altas temperaturas inducen primero a beber más y luego provocan un mayor efecto del alcohol. La necesidad fisiológica de apagar la sed se cubre mejor con agua; el consumo de vino o de cerveza ha de tener una función lúdica o alimenticia que permita limitar los riesgos de accidentes si se va a conducir un vehículo o a realizar cualquier actividad que pueda implicar riesgo.

Fecha publicación:Julio de 2004
Medio: El Trasnocho del Proensa