Es una palabra ambivalente en el mundo del vino, pero esta vez se trata de escribir un poco sobre esa magnífica oportunidad de comunicación que ofrece Internet. Los “chat” proliferan en cualquier página que se precie y son una de las más gratificantes facetas que ofrece la red. Sin embargo, como suele ocurrir, tiene sus luces y sus sombras. El problema es que las sombras están siendo aprovechadas por algunos para llenarse de argumentos que justifiquen un control que suele ser traducido en coartar la libertad que proporciona ese medio.

Esas páginas donde los ciudadanos pueden mostrar su opinión con libertad proporcionan una vía para salvar uno de los obstáculos más frecuentes en la comunicación periodística, que es el llamado “retorno”, el conocimiento por parte del periodista de los efectos y opiniones que ha generado un artículo o una opinión. Y también es una vía para criticar al crítico, que siempre es sano y contribuye a evitar que las gentes piensen que están en posesión de la verdad simplemente por el hecho de que no tienen respuesta.

En muchos casos falta esa respuesta por la escasa afición que se da en nuestras latitudes por escribir cartas, algo que contrasta violentamente con lo que ocurre en otros ámbitos cercanos y que tiene que ver con la educación recibida: aquí no se enseña a los chavales a escribir una carta, mientras que en las escuelas otros países se dedica un tiempo específico a escribir a familiares y amigos y responder a sus cartas.

Internet tiene también en esto la ventaja de la inmediatez, ya que el comentario, la noticia, la crítica o el equivalente a las “cartas al director”, que son las páginas dedicadas a chatear, se publica sobre la marcha, prácticamente en el momento. Además, tiene la ventaja sobre medios como la radio o la televisión de que en este caso a las palabras no se las lleva el viento y quedan ahí, sin que sea necesario estar atento en el preciso instante para acceder a lo que se cuenta. El sistema es tan bueno que muchos medios, tanto audiovisuales como escritos, lo han incorporado para obtener la opinión de sus oyentes y lectores.

Otra característica de esos comunicados es que no tienen que ceñirse a los esquemas de un estilo periodístico, ni siquiera se requiere corrección en la redacción, ni una determinada extensión, sino la exposición de un pensamiento. En eso está también uno de sus puntos débiles: no se llega al galimatías de los mensajes que los adolescentes envían a través de los teléfonos portátiles, pero va camino de ello, como se puede comprobar por los mensajes, agresivos contra el idioma y a veces verdaderamente difíciles de entender, que se reproducen en algunos programas de televisión.

La agresión al idioma, con ser aspecto importante (es la herramienta para comunicarnos y hay que hacer lo posible por mantenerla en buen uso y que sirva para lo que está creada, para una comunicación clara y unívoca), no es el principal punto oscuro de los “chateos” en la red. El problema es la agresión al otro. Un repaso somero por los “chat” de diferentes medios virtuales permite comprobar lo poco clara que está para algunos la diferencia entre la crítica y la difamación.

Hace algún tiempo sufrí en mis carnes un caso de ese tipo y me sentí seriamente ofendido. Luego me pareció que mi disgusto por ser acusado de corrupto era desproporcionado comparado con las barbaridades que se pueden leer por ahí. El gran problema es cuando el difamador, oculto tras un seudónimo, actúa con la bajeza moral del que tira la piedra y esconde la mano (en mi caso, el que más insultaba fue el único que no dio jamás la cara; es lo más frecuente).

El problema no es la frustración de no poder responder directamente al miserable, sino las consecuencias que puede tener, no sólo para el prestigio del difamado, sino para el propio medio que emite el libelo: los responsables de las páginas web que sirvan de soporte a un delito están obligados, igual que cualquier medio de comunicación, a identificar al que comete el delito o a asumir la responsabilidad de su emisión como si fueran los autores.

La mayor parte de las empresas se están defendiendo contra eso y están consiguiendo que sus “chats” sean respetuosos con las buenas formas. Otros, en cambio, parecen disfrutar con comentarios muy subidos de tono, con burdos insultos y, en general, con todo lo que suponga “dar caña”. Se unen así a esa moda de lo ruidoso, de la bulla y el mal gusto que han generado las “tómbolas” y similares.

Las “gentes de orden” de toda la vida empiezan a clamar contra ello y a reclamar la necesidad de “hacer algo que ponga un poco de control en ese desmadre”. Todo eso suena a una buena oportunidad para cerrar una bonita puerta de libertad que nos llegó, de forma un tanto inesperada, cuando lo que proliferaban eran los medios de comunicación férreamente controlados y las opiniones monocordes del llamado “pensamiento único”. Hay que conseguir que no sea necesaria una ley, siempre restrictiva, para, utilizando la divisa de la Real Academia, limpiar, fijar y dar esplendor a la comunicación por “chat”.

Fecha publicación:Junio de 2003
Medio: El Trasnocho del Proensa