Desde su nacimiento, hace más de 5.000 años, el vino ha formado parte de las culturas del ámbito mediterráneo de forma tan intensa que se integra en sus religiones. En algunas se convierte incluso en el mismo Dios. El vino aparece rodeado de un aura especial y, en ese sentido místico, se transforma en alimento del espíritu.

En la antigüedad se produjo una confrontación entre dos concepciones místicas radicalmente opuestas. Las religiones antiguas fueron finalmente desplazadas por las llamadas “religiones del Libro”, lo que supuso un cambio radical en la concepción misma de lo espiritual. El vino mantuvo un papel importante a pesar de esos cambios y conservó su dimensión esotérica, aunque con algunas diferencias sustanciales.

La lucha de las dos concepciones religiosas se refleja claramente en la Biblia, en la lucha del concepto hebreo (la primera religión del Libro) contra la mitología de los pueblos de Canaán, la Palestina actual, una región considerada por los judíos nada menos que como la “tierra prometida por Dios”. En consecuencia, el “pueblo de Dios”, el pueblo judío, se atribuye el mandato divino de destruir a los pueblos que habitan Palestina. En sus mandamiento les dice “no matarás”, pero luego ordena: “Ve a Canaán y mata a todos los que encuentres allí”. Cuestión milenaria que explica muchas cosas aún hoy.

La invasión puramente guerrera se viste con un manto religioso. El enfrentamiento económico (las tribus ganaderas nómadas de Israel ambicionaban los pastos de Palestina, “tierra de leche y miel”) se envuelve de misticismo escenificando un claro enfrentamiento de dos conceptos irreconciliables: la sociedad matriarcal de la diosa Astarté, pacífica, hedonista, agrícola, es desplazada violentamente por el belicoso pueblo ganadero de Yahvé. Se impone una religión monoteísta, de una divinidad celestial inaccesible y de culto a la muerte, frente a las divinidades ctónicas y la celebración de la vida del viejo sistema. La adoración a un dios recluido en los templos se impone al culto a la naturaleza, que se celebraba en todas partes.

En el proceso, que se prolonga en el enfrentamiento entre el cristianismo y el politeísmo de Roma, el vino mantiene su carácter de elemento relacionado con la divinidad, pero cambia sustancialmente su concepción mística. En las religiones antiguas, hedonistas y antropomorfas, el vino simboliza la unión de lo terrestre y lo espiritual, en un plano similar al que se atribuye al sexo, con el que está íntimamente relacionado en celebraciones como las bacanales o la idea tántrica de “los cinco esenciales”: cereales (simbolizan el reino vegetal), carne (el reino animal), pescado (el reino acuático), vino (el ámbito sensorial) y unión sexual (el reino de lo espiritual). Esos cinco elementos conviven en un ritual que tiene mucho en común con las bacanales, en las que se manejan conceptos como “la borrachera sagrada” o “el sexo sagrado”.

Las religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e islamismo) repudian y combaten, con éxito, como es público y notorio, esa filosofía sensorial y se especializan en lo espiritual y en la represión de las inclinaciones hedonistas. Conciben el paso por la tierra, el “valle de lágrimas”, como una especie de prueba iniciática para conseguir la dicha en una vida futura. El sexo se convierte en pecado (hasta el punto de que el dios de los cristianos es concebido sin intervención del sexo) y el vino pierde el carácter de vehículo de unión entre lo terrenal y lo espiritual y, para una parte de los cristianos, los católicos, adquiere el nivel máximo de bebida sagrada y pasa a ser nada menos que parte de la divinidad, la sangre de Cristo, aunque sigue siendo accesible al humano.

Hay que decir que esa separación del vino de su vínculo con el placer terrenal fue progresiva. En las primeras fases del cristianismo mantiene su carácter sensorial, continuación, como tantas otras cosas en esa nueva religión, de las prácticas paganas imperantes. El episodio de las bodas de Caná, en las que se pone en evidencia la relación estrecha del vino con los placeres de la carne, revela también que, tal como se sospecha, el fundador del cristianismo era mucho menos asceta de lo que fueron sus seguidores y de lo que difunde la doctrina oficial.

En la tercera religión del Libro, el islam, el vino escapa del alcance humano; está prohibido, como todo lo que afecta al cerebro (narcóticos), y, sin embargo, forma parte del premio que el Corán reserva a sus fieles: “He aquí el cuadro del Paraíso que ha sido prometido a los hombres piadosos: arroyos cuya agua no se malea nunca, arroyos de leche cuyo gusto no se alterará jamás, arroyos de vino, delicia de los que lo beban, arroyos de miel pura, de toda clase de frutos y del perdón de los pecados”, amén de la tantas veces prometida presencia de las huríes.

La prohibición coránica no ha sido monolítica a lo largo de la historia. Abundan las referencias, sobre todo en Al-Andalus a través de los poetas cordobeses, del consumo de vino entre los musulmanes. Pero ese consumo no es únicamente una trasgresión pecaminosa más o menos disimulada (en algunas etapas el vino es denominado eufemísticamente “jarabe”, tal vez por tratarse de vinos dulces del estilo de los pedroximénez actuales). Los sufistas, cuya filosofía concibe el mundo como una emanación de Dios, consideran al vino como un símbolo de la gracia divina y heredan una idea que tiene gran relieve en el cristianismo, aunque es mucho más antigua, la del vino como sangre divina: para griegos y romanos es la sangre de Dionisos/Baco.

Dogma de fe
El vino aparece en los primeros pasos de la mitología de las religiones del Libro con un papel cargado de simbolismo. Adán y Eva se cubren con una hoja de parra cuando son expulsados del Paraíso y, según la Mishna hebrea, el árbol de la ciencia, del bien y del mal que provocó el desastre sería una viña y no un manzano. Ese concepto tiene continuación en la interpretación cabalística del mito de Noé, un personaje, por cierto, que existe también en las tradiciones del Asia Central; según los cabalistas el mito de Noé es una alegoría del conocimiento y la borrachera simboliza el acceso al conocimiento.

Sin embargo, el episodio donde el vino adquiere todo su peso iniciático y en el que adquiere su dimensión mística cristiana es en el de la última cena, el ofrecimiento simbólico del pan y el vino, convertidos en carne y sangre de Cristo, es decir, del mismo Dios. Es una carga esotérica que se proyecta a la epopeya legendaria de la búsqueda del Grial, que es precisamente la copa utilizada por Jesús en la última cena, e interviene en la investigación alquimista de la piedra filosofal con algunos efectos colaterales: en la búsqueda del espíritu del vino se llega a los espirituosos, aprovechando el arte de la destilación, desarrollado por los árabes.

La última cena se reproduce simbólicamente en la ceremonia más importante del rito católico, la misa. No obstante, en los primeros siglos del cristianismo el ágape era real y se conmemoraba la última cena con un auténtico banquete, más o menos pródigo. Tal vez hubo más de un exceso de aire un tanto báquico y en 363 el Concilio de Laodicea prohibió tales ágapes, que quedaron en un mero símbolo: la hostia (palabra que tiene su raíz en el latín hostis, sacrificio) y el vino. Por cierto que el vino quedó reservado a los oficiantes, de forma que los sacerdotes fueron los únicos que tenían acceso a la sangre (el vino) mientras que los fieles se conformaban con la carne (la hostia), tal como se celebra en la actualidad. En la misa, los fieles entran en contacto directo con la divinidad y reproducen la ofrenda iniciática del pan y el vino, transformados milagrosamente en la carne y la sangre del fundador del cristianismo.

Esa ceremonia, y concretamente la transformación del vino en sangre y el pan en carne, fue el origen de duras controversias, hasta el punto de provocar uno de los más sangrientos cismas de la cristiandad. El Concilio de Trento estableció en el siglo XVI el dogma de fe de la “transubstanciación”, es decir el cambio milagroso de la propia sustancia del pan y del vino consagrados, que se convierten durante la Eucaristía en carne y sangre divinas.

La transubstanciación es para los cristianos católicos una conversión real y no simbólica, como mantenía el suizo Zwinglio, o ideal o virtual, tal como mantenía el francés Calvino, dos de los más destacados herejes de la cristiandad. Su calificación como dogma de fe significa que los católicos han de creer en el principio de la transubstanciación al margen de lo que les digan sus sentidos. Es decir, el vino de misa tiene aspecto de vino, huele a vino (más o menos) y sabe como el vino, pero es sangre. Y la hostia, igual.

Un vino puro
Con ese importante destino, el vino de consagrar no puede ser un vino cualquiera. Ha de ser un vino puro y natural obtenido de uvas (“vinum debet esse naturale de genimine vitis et not corruptum”, dice el Canon 924), según los criterios establecidos por la jerarquía católica, que ha regulado minuciosamente los procesos de elaboración del pan y el vino de consagrar a través del Canon 815 del Código de Derecho Canónico, que data de 1917. El vino de misa, ese oscuro objeto del deseo de todo monaguillo que se precie, tiene tras sí todo un complejo entramado de normas para su elaboración, definida y controlada nada menos que por el organismo eclesiástico heredero de la Inquisición. No en vano, la ausencia de cualquiera de las tres características esenciales, natural, puro y de uva, invalida la ceremonia de la misa.

El vino de misa ha de estar elaborado exclusivamente con uvas y tiene que haber fermentación. La norma no admite el mosto ni los vinos desalcoholizados. Se acepta el vino de pasas pero no el de uvas agraces y en su elaboración y conservación no deben intervenir prácticas ni productos que alteren la naturaleza del vino o su composición. En la fermentación, que ha de ser “natural”, se admite el uso de levaduras cultivadas pero no el de las modernas levaduras seleccionadas. Se prohíbe la adición de productos enológicos habituales, como yeso, azúcar, colorantes o decolorantes, taninos y clarificantes, con la excepción de clara de huevo, papel puro, sílice y asbesto.

La jerarquía no considera aptos los vinos alterados o picados, pero está también prohibido el sulfitado de los vinos, aunque se admite la desinfección con sulfuroso de los depósitos y barricas, así como de los mostos. Para la conservación del vino se autoriza la pasteurización, la concentración por frío, por vacío o por calor (calor moderado y aplicado por “baño maría”, no por fuego directo; no se autoriza la adición de alcohol, salvo en el caso de que haya riesgo de que el vino se corrompa. La adición de agua se autoriza únicamente en el momento de la Eucaristía y sólo por considerar que reproduce la práctica habitual hace dos mil años de “bautizar” ligeramente los vinos.

El resultado final es un vino blanco y dulce, con 100 a 150 gramos de azúcar por litro, y la verdad es que no demasiado atractivo según los parámetros actuales ya que la prohibición de adiciones y prácticas enológicas dejan al vino desprotegido ante los agentes externos, sobre todo ante la oxidación. Catar los vinos de misa deja bastante en entredicho su imagen legendaria y sólo su carácter dulce (y seguramente también la faceta “espiritual” de las bebidas alcohólicas) puede justificar la no menos mítica atracción que ha ejercido sobre novicios y monaguillos.

Fecha publicación:Diciembre de 2004
Medio: Restauradores