No hace mucho, un responsable de publicidad de una bodega comentaba su impresión sobre una parte de la prensa especializada: “las revistas gastronómicas usan el dinero del vino para luego vender garbanzos”. Se quejaba de la desproporción que suele darse entre el espacio que se dedica en algunas revistas al vino y el apoyo que reciben de las empresas vinícolas en forma de publicidad y de la aún más acusada entre el espacio dedicado a recetas o información sobre restaurantes y la escasa respuesta que reciben en anuncios.

La queja tiene su fundamento, aunque también hay que decir que el vino va tan ligado a la gastronomía que la buena salud de los restaurantes de calidad y de los buenos productos sólidos redunda necesariamente en una buena salud de los vinos de alta gama. Además, aún mayor es la desproporción los medios de información general, en los que la información sobre el mundo del vino, incluso en las páginas económicas, es escasa y “se cae” con el menor motivo. Duro contraste con la información taurina o del motor, cuando se consumen, obviamente, más y con mayor frecuencia las botellas de vinos que los coches o incluso las corridas de toros. Es de suponer que el lector de periódicos agradecerá, por tanto, un mayor espacio a la información sobre ese producto de consumo más frecuente.

Es innegable que el mundo del vino recibe una respuesta que se antoja escasa por parte del mundo de la gastronomía. Es como si el vino quedara, una vez más, relegado al papel de mero socio capitalista que sostiene otras cosas de más difícil financiación. Es el viejo esquema del precio del vino multiplicado por tres o por cuatro, pero trasladado a otras actividades, entre ellas la financiación de publicaciones y eventos gastronómicos.

Dígase de paso que esa fama ya no es aplicable a todos restaurantes y que se justifica en cierta forma cuando el vino se rodea de todo lo necesario: un buen profesional que lo seleccione, recomiende y cuide de su conservación, un servicio adecuado en cuanto a temperatura y las liturgias necesarias (enfriamiento, decantación, jarreo), incluida una copa adecuada.

En los restaurantes del viejo estilo aplican el sistema de cuando compraban barato, guardaban varios años y luego ofrecían a sus clientes un vino madurado (o mal evolucionado, según los casos, pero ese es otro asunto) a costa del establecimiento. Ahora, se compra caja a caja o botella a botella y se sigue cargando el mismo margen que si se asumiera el costo de varios años de conservación. Y ese margen, disuasorio para muchos comensales y, sin duda, para pedir la segunda botella, sirve para mantener precios “políticos” de otros productos (por ejemplo, ciertos pescados, con precios prohibitivos en algunas épocas).

Así, algunas bodegas se quejan, no sin razón de la falta de colaboración de muchos establecimientos para impulsar la venta de vino. Y esa queja se extienda a algunas publicaciones y a algunos eventos, a pesar de que se reconoce el papel de buen escaparate que proporcionan, similar al beneficio que se obtiene por estar incluidos en la lista de vinos de los restaurantes más cotizados. Un ejemplo claro se ha visto en el reciente certamen Madrid Fusión, un evento de indudable mérito, muy bien pensado y brillantemente realizado, dirigido claramente hacia la cocina del más alto nivel en el que el vino tuvo un papel de mero comparsa. Al margen de un concurso de calidad de vinos, con el que por alguna razón casi todas las ferias y exposiciones buscan adornarse, el trato dispensado al vino fue cuando menos discutible.

Madrid Fusión consistió en clases magistrales de cocina impartidos por los primeros espadas de la cocina española y un selecto elenco de grandes chefs internacionales. En torno al escenario donde se mostraban las técnicas culinarias más vanguardistas se situaron unos stands donde ciertas casas, entre las que abundaban las bodegas, ofrecían sus productos, naturalmente previo pago. Era como una feria convencional, con la salvedad de que el acceso del público estaba muy restringido y era caro, de manera que los restaurantes enviaban a sus cocineros y no a sus maîtres o directores, que son los encargados de comprar el vino. Como dijo uno de los expositores, “estamos esperando a que llegue la hora del recreo de los cocineros; salen, vienen, toman un vino y un canapé y vuelven a lo suyo”. Tal vez se salvara el tema desde el punto de vista de imagen, pero en beneficio comercial, cero.

Entre las actividades celebradas de forma simultánea, también hubo escasa atención al vino. Al margen del concurso, perfectamente organizado y dirigido por Jesús Bernad y tan polémico en sus resultados como suelen ser todos los concursos y todas las clasificaciones de vinos, sólo dos actividades vinícolas. Una de ellas fue una cata musical, una propuesta diferente para apreciar un vino, más cerca del espectáculo que del análisis de las cualidades de un vino. Se puede conceder que es una innovación, aunque con escasa aplicación práctica y desde luego tan científico como un ballet que tomara la astronomía como tema.

Mucho peor fue la segunda atracción vinícola, otro espectáculo que rozó el esperpento. Se anunció una cata de los vinos míticos del mundo, un evento al que pocos se podrían resistir y que, lógicamente, tenía una dramática falta de plazas. Los afortunados que pudieron tomar asiento quedaron estupefactos al comprobar que se trataba de una cata ciega y seca. Ciega porque un selecto grupo de catadores degustaban, parece que con gran gozo, unos vinos que nadie sabía qué vinos eran y tenían a bien comunicar al público sus grandes cualidades. Y seca porque el papel del respetable se limitaba a contemplar lo bien que se lo pasaban los dioses, únicos que probaban esos grandes vinos.

Eso sí, parece se podía aplaudir si se deseaba y que, al final, alguno de los participantes se apiadó de los espectadores y se repartió graciosamente alguna pequeña cantidad de los vinos. Si no es para volver a asaltar el palacio de invierno y la Bastilla juntos, no sé qué más puede incitar a la revuelta. El vino merece mejor trato por parte de los “gastrónomos”, que suelen concederle el triste papel secundario de apagar la luz antes de salir el último. Y pagar la cuenta.

Fecha publicación:Abril de 2003
Medio: El Trasnocho del Proensa