En los años noventa, el centro de gravedad del vino de rioja de la más alta gama se ha trasladado de la bodega a la viña. Ese cambio fundamental en la perspectiva está transformando profundamente los vinos de primera línea de la zona y empieza a modificar la imagen de conjunto de los vinos de Rioja.

En el fondo es una vuelta a las más viejas tradiciones, cuando ciertos vinos se sustentaban en la calidad de uno o varios pagos perfectamente identificados. De ese conocimiento nacieron muchas de las marcas clásicas cuyo nombre empieza por “Viña”. Eran marcas de reducida producción, marcada por las propias limitaciones del viñedo del que procedían y muchas de ellas pasaron a ser únicamente una marca que tomaba el nombre de un pago.

Esa transformación coincidió con una primera eclosión comercial del vino de Rioja, hacia los años setenta del siglo pasado, cuando Rioja acaparó la mayor parte del mercado emergente de vinos de calidad. En ese proceso fue definitivo el hecho de ser una de las pocas zonas que contaba con lo que se denominaba “vinos de marca”, es decir, con vinos comercializados embotellados y con etiqueta.

Al aumentar la demanda de vinos, las grandes casas comenzaron a comprar la producción de uva y de vino de los pequeños agricultores. Los cosecheros, que hasta entonces vendían parte de la uva y con el resto elaboraban su propio vino, se convirtieron en abastecedores de vino de las grandes bodegas, que seleccionaban los vinos a pie de depósito. El resto era vendido a granel, con frecuencia por los propios cosecheros, que lo transportaban a comarcas vecinas primero a lomos de caballerías y luego en camiones.

Nace el rioja comercial
En esos años el viñedo era para las bodegas algo así como una circunstancia accidental de la producción. Los enólogos no salían de sus bodegas más que a comprar los vinos a granel, no a elegir pagos, ni variedades de uva y mucho menos a controlar los sistemas de cultivo o las fechas de vendimia. El resultado fue un divorcio cada vez mayor entre el sector bodeguero y el viticultor, con las tensiones derivadas de ello, y unos vinos paulatinamente menos consistentes debido a que la calidad de la materia prima descendía en proporción directa a la paulatina mayor producción de las viñas.

De esa forma y casi sin que nadie se percatara de ello, los vinos de Rioja se fueron haciendo más ligeros y blandos. Como las crianzas en barrica seguían la cartilla de toda la vida, los vinos fueron perdiendo carácter, dominados por las sensaciones de madera. Y el problema es que el mercado no sólo no rechazaba ese nuevo perfil de vino, sino que, por el contrario, las ventas subían y el consumidor medio acabó por identificar el auténtico rioja con ese vino ramplón, cargado de sensaciones de vainilla y con poco cuerpo y viva acidez de las marcas de gran tirada.

Incluso las grandes marcas se vieron afectadas por el proceso. Buena prueba de ello es que la mayor parte de los vinos de la década de los setenta y ochenta, incluidas las “míticas” del 82 o, aún en mayor medida, del ’70 y el ’73, a duras penas han sobrevivido al paso de diez años, mientras que aún se pueden tomar vinos del ’64 y anteriores en buenas condiciones.

Eso sí, las cifras de ventas eran buenas en cuanto a volumen. Faltaba vino y los representantes de las bodegas riojanas, es decir, las asociaciones de bodegas y el propio Consejo Regulador, se apoyaban en esos resultados numéricos para proclamar, satisfechos, la buena salud del vino de Rioja. Sin caer en que ese estado de cosas se sustentaba en el interior por un mercado bastante cautivo y en la exportación por unos precios muy competitivos.

El cambio en los hábitos de consumo y las oscilaciones de precios, consecuencia del enfrentamiento ancestral entre bodegas y viticultores, haría que se comenzaran a encender las alarmas. A finales de los ochenta, los elaboradores más listos comenzaron a ver el peligro y a poner las soluciones. En la segunda mitad de esa década se producía la irresistible ascensión de los tintos de la Ribera del Duero, un perfil más moderno de vino, con protagonismo de la fruta y una mayor presencia en la boca. Las cifras seguían a favor de Rioja, pero las bodegas del Ebro miraban de reojo hacia el Duero.

Además, había que contar con la revolución del vino español, iniciada en los ochenta, que iba aportando cada vez más nuevas marcas de vinos de calidad elaboradas en zonas poco agraciadas hasta esa fecha. En los noventa se produciría la aparición de importantes nombres nuevos, encabezados por Somontano y Priorato, la renovación a fondo de otras muchas, como Navarra o Jumilla, y el nacimiento por todas partes de nuevas marcas de vinos más actuales que el rioja clásico.

Pérdida de imagen
En esos años de paso de los ochenta a los noventa, los vinos de Rioja, que habían copado todas las clasificaciones, veían cómo sus puestos tradicionales en las preferencias de la prensa especializada eran ocupados por un número creciente de nuevos vinos. Veían cómo su predominio insultante en las listas de vinos de los restaurantes del segmento medio y medio-alto empezaba a ser contestado. Incluso percibieron una cierta pérdida de cotas de mercado en determinados segmentos del consumidor, precisamente en los segmentos más dinámicos, los que buscan vinos de alta calidad.

Y hasta sintieron la amenaza en sus feudos más comerciales ante la creciente calidad de vinos de otras zonas, ante los cuales sólo se han podido defender mediante políticas agresivas de precios, cuando las condiciones internas del propio sector riojano (es decir, cuando hay mucho vino) lo permiten. Esas políticas de precios se apoyan en la indudable fuerza comercial de la marca colectiva Rioja, pero los abusos (precios muy bajos pero calidad ínfima en algunos casos) también empiezan a socavar la buena imagen de la zona.

Afortunadamente, las grandes zonas vinícolas están formadas también por gentes sabias e inconformistas, que constituyen la minoría que forma la vanguardia. Al final, aunque sus cifras puedan ser calificadas como “fantasías”, como se ha hecho en ocasiones, son los que acaban sosteniendo la imagen de la zona y se constituyen en la locomotora que hace que se mueva todo el tinglado. A pesar de que, en ocasiones, las inercias que provoca el movimiento de un mastodonte como Rioja pueden acabar arrollando a la propia locomotora.

Pioneros de la modernidad
A finales de los ochenta empezarían a situarse algunas de esas locomotoras en la vanguardia del vino de Rioja. Cabe destacar dos nombres, sobre todo por lo que significa cada uno de ellos: Barón de Chirel y Dominio de Conté. O, para ser más justos, hay que destacar los nombres de sus creadores: Francisco Hurtado de Amézaga y Miguel Ángel de Gregorio.

Francisco Hurtado de Amézaga, responsable de Vinos de los Herederos del Marqués de Riscal, vio imprescindible renovar la imagen de esa casa histórica, castigada por la adscripción de sus vinos a ese perfil comercial que imperaba en la zona y también por algunos problemas derivados de un parque de barricas demasiado viejo. Mirando hacia el viñedo tradicional de la casa, en el que cuentan con la proscrita Cabernet Sauvignon (no autorizada en la zona a pesar de que el marqués de Riscal la trajo hace un siglo y medio, al fundar la bodega), diseñó el reserva Barón de Chirel. Aparecido en 1991, fue una conmoción en la zona por su estilo innovador y por su precio, considerado una locura entonces, cuando no llegaba a las 3.000 pesetas en las tiendas (menos de 20 euros).

También miraba al viñedo el Dominio de Conté, creado en 1989 (vio la luz en 1993) por Miguel ángel de Gregorio nada más hacerse cargo de Bodegas Bretón, una joven bodega que deambulaba sin demasiado éxito por los trillados caminos más comerciales. En su primera vendimia, de Gregorio vio rápidamente el enorme potencial de una finca situada junto al Ebro, en plena Rioja Alta. Separó esas uvas y creó un gran tinto que, sin perder de vista las tradiciones de los grandes riojas (mucha casta, viva acidez, larga crianza de 30 meses en barrica), se situaba claramente en primera línea de modernidad.

A esos pioneros les fueron siguiendo muchos otros y hoy la oferta de grandes vinos modernos es muy numerosa. Marcas como Contino, Remelluri y Cosme Palacio y hermanos, con sus maneras renovadas, de alguna manera anunciaban lo que traerían Torre Muga, Señorío de San Vicente o Remírez de Ganuza. Serían algunos de los primeros seguidores de una corriente que daría muchos frutos jugosos a lo largo de la segunda mitad de los noventa: los tres Artadi (Pagos Viejos, Viña El Pisón, Grandes Añadas), los Roda (Roda I, Roda II y Cirsion), Amaren, el cambiante y cada vez más apegado al terruño Dalmau, los vinos de Finca Allende (Allende, Aurus y Calvario), iniciativa personal de Miguel Ángel de Gregorio, que se encuentran entre los de más éxito, La Vicalanda, la nueva etapa de Bodegas Palacios Remondo, el novísimo El Contador, Zenus, Finca Valpiedra y muchos otros nombres. La inmensa mayor parte de esta vanguardia riojana está formada por marcas que tienen menos de diez años en el mercado.

El perfil del rioja actual
La palabra clave en todos estos vinos es selección. Se seleccionan viñas muy concretas y variedades de uva, se seleccionan sistemas de cultivo que permitan concentración a costa de bajos rendimientos, se apuran las vendimias para obtener una gran madurez (la llamada madurez fenólica, de la piel de la uva, prima sobre la madurez alcohólica) y se selecciona el fruto (se generalizan las mesas de selección, que no existían hace cinco años). En la bodega se buscan sistemas nuevos de elaboración, se seleccionan los diferentes vinos, se estudian mucho los tipos de roble de las barricas y se mide con usura el plazo de crianza en madera.

Toda esa generación de nuevos vinos se caracteriza por su color vivo e intenso, apenas evolucionado, por sus aromas concentrados en los que tiene un gran protagonismo el carácter frutal y por un paso de boca carnoso y lleno, vigoroso como para evolucionar bien durante varios años pero suficientemente civilizado como para permitir un consumo a corto plazo. Son los vinos que triunfan en las catas y que se cotizan más alto, superando la hace pocos años impensable barrera sicológica de las 5.000 pesetas.

El consumidor actual reclama y ha demostrado estar dispuesto a pagar vinos de mayor volumen y potencia, a ser posible con menos madera y más fruta. Son los vinos “golosos” actuales, que se oponen tanto a los vinos afilados clásicos (ligeros, ácidos) como a los vinos-piedra (marcadamente tánicos, con paso de boca duro) que nos quisieron vender como el no va más de la modernidad.

La última tendencia busca aligerar un tanto los vinos, hacerlos menos pastosos (en el sentido noble del término) y más elegantes, con matices más en aire europeo clásico (más sutiles) y más alejados del perfil de los vinos del Nuevo Mundo (más rotundos) que parecía imponerse en los últimos años noventa. Es en cierto modo una vuelta en el péndulo, que se aleja de los extremos y da cierta satisfacción a los partidarios del clásico vino de trago largo, que acusan a los vinos actuales de ser muy pesados.

El éxito de esos vinos de perfil moderno ha tenido consecuencias positivas y negativas. Las negativas son la aparición de caricaturas de esos vinos realizadas por auténticos aprovechados que visten de modernidad (botella pesada, etiqueta pequeña, precio alto) vinos que no responden en absoluto a su precio; son los auténticos vinos de “alta facturación”, expresión que remeda a la infausta y vacía de la “alta expresión” y es mucho más fiel a la realidad de ciertas marcas.

La consecuencia positiva es que las nuevas formas se proyectan como en cascada hacia los estratos inferiores de vinos. La elaboración de vinos de alta gama, que muchas veces servían como ariete comercial para abrir paso a las gamas más convencionales, ha terminado por mejorar el conjunto de los vinos de una bodega. Las prácticas de selección están mejorando también los vinos de las gamas más comerciales, que se benefician de los nuevos sistemas de elaboración y de la renovación del parque de barricas que traen como consecuencia las nuevas elaboraciones.

Poco a poco el perfil del vino de Rioja va cambiando hacia tintos de trago corto, que se suelen imponer sobre los alimentos a los que acompañan, lo que hace que “llenen” más y se consuma menos vino. Es lo que reclama el consumidor más actual y también lo que está terminando por aceptar el más clásico.

Fecha publicación:Septiembre de 2002
Medio: Vinos y Restaurantes