El vino se come. Su lugar está en la mesa y no en un bar copas. Y mucho menos en la calle: en el famoso “botellón” no tiene sino una función muy secundaria; otras bebidas son mucho más eficaces para lo que con frecuencia se busca en esa trasiega juvenil indiscriminada y un tanto estúpida de alcohol. Se consume habitualmente en compañía de alimentos sólidos y de esa forma se convierte en un alimento más. El vino ha desempeñado el papel de complemento alimenticio fundamental durante miles de años, pero en la actualidad esa función se ha rodeado de una suerte de ceremonial que ha reforzado su carácter de símbolo cultural.

El vino adquiere así una gran carga hedonista y eso tiene una importancia trascendental, no sólo en la mejora en la calidad de los vinos, sino también en las propias condiciones de consumo. Está admitida sin lugar a dudas la influencia que tienen en la apreciación y el disfrute de los vinos aspectos como la forma y tamaño de las copas, la temperatura de servicio y hasta oxigenación previa, en la que se estudia desde la conveniencia de trasegar vinos no habituales, como los blancos o los jóvenes, hasta la influencia del modo en el que se realiza y las formas de las frascas de decantación en relación con los diferentes tipos de vino.

En todos esos aspectos se están destruyendo no pocos mitos, pero tal vez donde sea necesaria la superación de un mayor número de tópicos es en la relación de los vinos con los alimentos. El famoso “maridaje” marca el disfrute de los vinos y de los platos y que se encuentra en pleno proceso de revisión. Superado el mohoso tópico de tinto para la carne, blanco para el pescado, queda mucho que decir. El vino, como el plato, no es sólo aroma y sabor; es también textura, temperatura (real o subjetiva), cuerpo y consistencia, potencia y permanencia. Son aspectos que definen el momento, las condiciones de servicio y de consumo y el plato que acompaña al vino.

Fecha publicación:Septiembre de 2002
Medio: Señorío de Nava