El anticiclón de otoño sucede a las lluvias del final del verano, las temidas borrascas y gotas frías que suelen visitar nuestras vendimias, e inmediatamente los montes y bosques pierden su calma y se convierten en lugares muy poblados. Aguerridos buscadores de setas se adentran en la espesura armados, los buenos, con cesta y navaja, y, los malos, con palos y bolsas de plástico. Los primeros recogen las setas respetando el suelo y lego realizan una siembra con las esporas que se escapan por los resquicios de la cesta. Los segundos remueven el suelo con sus palos, toman lo que les sirve, el hongo o la seta, y asesinan a las especies que no son de su interés, al mismo tiempo que dejan el terreno listo para que una lluvia torrencial arrastre la parte productiva del suelo.

El otoño es tiempo de setas, frutos extraños y suculentos, algunos peligrosos, de la tierra que no se corresponden con ningún otro ser vivo y algunos piensan que son de origen extraterrestre. Viajeros galácticos o no, lo cierto es que las aromáticas setas son, junto con la caza, que llega más cerca del invierno, las estrellas de la cocina de otoño. Sin embargo, del mismo modo que encajan mal con lo establecido en el reino vegetal, tampoco tienen acomodo sencillo en el terreno vinícola. Culo de mal asiento, como dirían nuestras abuelas, ora prefieren un blanco fresco, ora un tinto joven o un tinto con crianza. El entorno de las setas marca el vino a elegir tanto como la impronta aromática que proporcionan las setas puede cambiar el vino adecuado para un determinado plato.

La fórmula más habitual del consumo de setas es como acompañamiento o guarnición de un plato o bien participando como ingrediente en el guiso de un alimento. También puede ser consumida cruda, en ensaladas o bien cortadas en láminas finas, como un carpaccio, y aliñadas con un generoso chorro de aceite de oliva virgen. Finalmente, pueden ser guisadas directamente (casi siempre con la sencilla y magistral fórmula de ser salteadas con un ajo picado) para formar por sí solas un aromático aperitivo o primer plato. En cada una de las fórmulas requieren un vino adecuado.

Cuando forman parte de un plato como guarnición, dependen directamente del producto al que acompañan, que va a ser el que marque el vino a elegir, si bien hay que tener en cuenta la aportación de aromas de esa guarnición, que va a pedir un vino un punto más aromático y complejo que si no hubiera setas en el plato. Cuando forman parte del guiso como ingrediente, el asunto cambia bastante. Pueden ser guisos contundentes, como unas costillas con patatas y níscalos o robellons (deben aparecer en paridad: misma cantidad de los tres elementos), que buscan un vino con carácter, cuerpo, taninos y bastante aromáticos, a ser posible con claro protagonismo frutal. Si son algo más sutiles, como un ave rellena con setas, el vino será menos fuerte pero más rico en matices aromáticos; aquí va mejor un tinto con crianza, con sensaciones especiadas que acompañen y enriquezcan la gama aromática del plato.

El consumo en crudo requiere otras cosas. Cuando van en ensaladas hay que contar con el componente ácido y aromático de los vinagres y el toque amargo y hasta algo picante de muchos de los vegetales que se emplean en esas ensaladas, como la achicoria, la hoja de roble o los berros, si alguien es capaz de encontrarlos en los comercios (el genuino berro de toda la vida, no la insulsa y floja hierba del canónigo) o los frutos secos (nueces) que suelen aparecer. Pocos vinos pueden enfrentarse con garantía a ese despliegue vegetal y parece que un fino de Jerez o el más rotundo de Montilla-Moriles pueden aportar el contrapunto adecuado. Si el aderezo es fuerte, con vinagre de Jerez o de Módena, es preciso apostar por un vino más contundente, como un amontillado no muy viejo: no hay que sumar acidez y los vinos viejos tienen alto el nivel de acidez volátil, prima cercana del vinagre.

Cuando se consumen en crudo y sin más compañía que el aceite de oliva virgen, es más recomendable buscar el contrapunto refrescante. Un espumoso es una buena alternativa incluso para un plato tan aromático como el carpaccio de trufa (trufa negra, porque la trufa blanca con su potente olor a butano es matadora para cualquier vino, salvo, tal vez, algún oloroso viejo). Un buen champán o un buen cava aportan frescura y contribuyen a resaltar los aromas del hongo, pero han de ser bastante aromáticos y mejor si tienen larga crianza sobre sus lías, de manera que los tonos tostados, de reducción y de frutas maduras del vino enlacen con los aromas misteriosos de las setas.

En las setas guisadas directamente es donde se encuentran más alternativas. La personalidad de cada especie se refuerza y, aunque no suele haber un componente sápido, salvo el picante de algunas especies, como las campanas de la muerte, hay que tener en cuenta texturas y aromas. El tacto un tanto gelatinoso de muchas setas puede requerir tanto la compañía de un blanco glicérico y untuoso, del tipo de los chardonnay fermentado en barrica, como el efecto limpiador de los taninos de un tinto joven.

En ambos casos, además, el aroma del vino es buena compañía para el plato, tanto el complejo especiado, de fruta madura y hasta de almizcles de un buen blanco (mejor si ha evolucionado en la botella y ha desarrollado mayor complejidad), como las notas otoñales de pequeños frutos silvestres (endrinas, zarzamoras, cassis, majuelas, grosellas, fresitas del bosque) del tinto del año. Sólo hay que cuidar que el vino proporcione la sensación refrescante de una buena acidez, que no sea plano y denso como muchos blancos fermentados en barrica, con los que no se consigue otra cosa que sumar sensación pastosa. Una tercera vía pueden ser los vinos tintos clásicos de larga crianza, tipo “vino fino de Rioja”, ligeros de cuerpo pero aromáticos para acompañar la fragancia de las setas y con viva acidez para contrarrestar su untuosidad.

El asunto cambia con algunas especies de aroma especialmente profundo, como el boletus edulis o la colmenilla. Son hongos que, además, se suelen guisar en compañía de otros alimentos, en un proceso inverso al habitual: aquí la seta es el plato principal y el otro producto acaba sirviendo de comparsa. Las colmenillas, por ejemplo, que suelen ir acompañadas de goie-gras, fresco o en bloque, piden un vino complejo, desarrollado en aromas, pero también con un notable componente tánico que ayude a eliminar la grasa del guiso y del hígado.

La combinación de diferentes tipos de vinos frente a las distintas especies de hongos y setas es muy atractivo para los buenos aficionados porque se juega con matices muy sutiles y elegantes, sobre todo en el terreno de los aromas, pero también en lo que se refiere al tacto y a las texturas. Las setas y hongos en sí no son especialmente sápidas, pero la forma de la preparación es importante y es también una variable que interviene de forma importante. Sin embargo, hay que tener en cuenta que un juego amplio de esas combinaciones no es nada recomendable para los menos animosos porque la complejidad, singularidad y potencia de los aromas de las setas y su textura untuosa tienen un gran poder de saturación y pueden llegar a ser pesados.

Fecha publicación:Octubre de 2002
Medio: TodoVino