Antes incluso de que alguien diera al espacio el nombre de bodega, el ser humano ya había deducido cuáles eran las mejores condiciones para conservar el vino, manejaba conceptos como limpieza de los envases, cierre hermético para la protección del vino, envejecimiento y hasta etiquetado y denominación de origen. Bastantes de esos principios permanecen vigentes en la enología actual y a la hora de diseñar una instalación que, en el fondo, no se ha modificado tanto como cabría pensar.


La primera bodega sería probablemente una simple vasija de las utilizadas por los pueblos del Neolítico para almacenar frutos recolectados (zarzamoras, fresas, uvas silvestres) o sus zumos. El zumo de algunos de esos frutos, obtenido mediante aplastamiento o simple estrujamiento manual y almacenado en los primeros recipientes de alfarero, o directamente los propios frutos guardados, fermentaría de forma espontánea y daría lugar al vino. Eso pudo ocurrir en cualquier parte, pero tradicionalmente se sitúa el nacimiento del vino en el Cáucaso, entre el mar Negro y el Caspio, en territorios de las actuales Georgia, Armenia y Azerbaiyán.

No es difícil imaginar que las primeras bodegas no eran más que un espacio de la vivienda en el que se almacenaban los recipientes en los que se había producido la fermentación. En sus albores, la actividad vinícola era una industria doméstica. A partir del Cáucaso, o de los montes Zagros (más al sur, entre el Kurdistán y el golfo Pérsico), se extendió hacia el sur, hacia el creciente fértil (Mesopotamia) y, desde allí en el resto de las direcciones: hacia el sur hasta Egipto, hacia oriente para llegar hasta China, y hacia el Mediterráneo, donde alcanzaría un estatus fundamental dentro de las culturas de los pueblos que habitaron en las orillas del Mare Nostrum.

Se especula sobre la actividad vinícola de la llamada cultura de El Obeid (entre el quinto y el tercer milenio antes de nuestra era), considerada como antecesora de los sumerios, que llegó a Mesopotamia desde los montes Zagros. Es más probable que surgiera en el llamado periodo de Uruk (entre 3800 y 3200 a. de n.e.), cuando se produjo un importante desarrollo de la alfarería, apareció la rueda y también la escritura, que algunos autores relacionan directamente con la producción de vino.

Con los sumerios (entre 3000 y 2500 a. de n.e.) el vino ya estaba establecido como bebida divina, don de los dioses. De esa época data la primera poesía dedicada al vino.

Conexión divina

En el camino milenario desde el Cáucaso se había convertido en bebida sagrada, reservada a las clases dirigentes y a los sacerdotes, que tenían el secreto de la elaboración de ese néctar que los ponía en contacto con los mismos dioses. Mientras tanto, el pueblo sufriente se conformaba con el consumo de cerveza.

En el imperio acadio, hacia 2.500 años antes de nuestra era, el protagonista ya es un pueblo semita, procedente de Arabia, que adopta encantado el vino como bebida sagrada. Hasta el punto de que la bodega, que no iría más allá de una estancia en la que se elaboraba y guardaba el vino, probablemente en ánforas de terracota, formaba parte del templo y estaba a cargo de sacerdotes.

El rey Sargón, fundador de la dinastía Sargón de Acadia y del imperio acadio, era hijo de una sacerdotisa y de un copero del rey de Kish. Con él y con los dos reinados que le siguieron el imperio acadio alcanzó su apogeo, se extendió hacia el sur y llegó al Mediterráneo, a la costa de Siria y Líbano. El salto de la cultura del vino a Creta y hacia occidente era el paso siguiente.

Para entonces la elaboración de vino ya había llegado a Egipto, parece que todavía con las mismas restricciones, con el consumo limitado a las jerarquías políticas, militares y sacerdotales. La primera representación gráfica de la elaboración del vino, una escena del machacado de uva para la extracción del mosto, aparece en la tumba de Udimu, quinto faraón de la primera dinastía, casi tres mil años antes de la era cristiana.

Antes de eso no hay referencias a la elaboración o conservación del vino ni a las características de las bodegas. Se puede citar como excepción el Código de Hamurabi (siglo XIII a. de n.e.), que describe las condiciones para comerciar con vino, las naves utilizadas para transportar mercancías y “recipientes de vino de Fenicia” y el castigo para los comerciantes que engañaban en los tratos del vino, que eran merecidamente arrojados al agua. En esa época el vino todavía se destinaba a fines religiosos; se consumía sobre todo cerveza.

Bodegas faraónicas

La actividad vitivinícola es frecuente en las representaciones egipcias, a través de las cuales se deduce la existencia de una producción que iba más allá del reducido ámbito de los templos o de las familias de agricultores y tomó perfiles de una incipiente industria. En los restos arqueológicos de las civilizaciones anteriores no aparecen bodegas como espacios bien diferenciados, con instalaciones específicas.

Hay en villas, palacios y templos salas en las que se almacenaban vinos y al vez se elaboraran con elementos y herramientas que no han pervivido o bien no se diferencian de vasijas y recipientes convencionales. De la cultura de los faraones tampoco han llegado los espacios ni las herramientas pero hay abundantes testimonios y representaciones gráficas que son evidencia de una importante industria vinícola que se desarrolló y sofisticó a lo largo de casi tres milenios. Y aparecen las primeras prensas, un mecanismo que podría ser el hilo conductor de la historia del vino hasta la actualidad.

En ese tiempo se valoraban más los vinos con capacidad de envejecimiento, los envases (ánforas) se identificaban con las primeras etiquetas (tablillas de terracota o inscripciones en las propias ánforas), en las que se señalaban datos como la zona de producción, la calidad del vino, el productor y hasta el encargado de la elaboración, es decir, lo que hoy sería el enólogo o el bodeguero.

Además, con los egipcios el vino de democratizó en cierto modo y su consumo se extendió a capas paulatinamente más amplias de la población, en competencia ya con la cerveza. En el siglo XII a. de n.e., el faraón Ramsés III se felicitó por haber conseguido que el vino fuera “tan abundante como el agua”.

El vino llegó al antiguo Egipto a través de Palestina. Hay constancia de su elaboración ya desde el cuarto mileno a. de n. e. Las primeras bodegas egipcias se identifican en edificios que datan de la I dinastía, aunque se supone que se desarrolló sobre todo a partir del tercer milenio, cuando quedó despojado de su carácter ritual.

Durante el Imperio Antiguo (aproximadamente entre 2700 y 2100 antes de la era cristiana) y el Imperio Medio (2000 a 1800 a. de n.e.), se pisaba en lagos de diferentes formas (rectangulares, circulares). Había una barra transversal, sostenida por dos vigas u horquillas verticales, de la que colgaban cuerdas para que se agarraran los pisadores. En la iconografía del Imperio Antiguo se representa a dos hombres sentados o arrodillados que marcan dando palmas o con palos el ritmo de la pisa. Aparece un número variable de pisadores: mínimo tres, máximo siete.

El líquido se extraía del lago con cubos, jarras y otros recipientes y se transportaba a las vasijas de fermentación. Los lagos que han llegado son de piedra o de ladrillo cubierto con cemento, pero algunos vestigios indican que también podrían ser de madera y que podrían no ser instalaciones fijas.

En el Imperio Nuevo (entre 1500 y 1070 antes de nuestra era) los lagares son ya instalaciones fijas. Están situados a un nivel más alto, están dotados de escaleras y ya hay una lagareta hacia la que fluye el mosto o bien un conducto para llenar directamente las tinajas donde fermentará el vino.

Vinos de crianza

La prensa era un saco de lona dotado con dos palos en los extremos que se usaban para, girándolos en sentido contrario, retorcer el saco y hacer que el líquido se colara, dejando dentro los elementos sólidos. La prensa era manejada por dos hombres en cada extremo y aparece una quinta figura en posición acrobática que seguramente reforzaba la fuerza ejercida por sus compañeros.

Esa primera prensa se sofisticó bastante (en el Imperio Medio, el saco se introducía en un armazón de madera y se retorcía con un único palo) hasta constituir una estancia en sí misma, con el suelo inclinado para facilitar el trasiego del líquido, que se “desaguaba” a través de distintos conductos.

El mosto se trasegaba a ánforas, en las que realizaba la fermentación. Finalizada la fermentación, se envasaba en ánforas de distinto tamaño y forma, generalmente con base puntiaguda para hincarlas en el suelo de tierra o para colocarlas en estructuras de madera. Estaban impermeabilizadas con pez, resina o betún y selladas con tapones de tela, cuero, arcilla, madera o ya con planchas de corcho. También hay vestigios de los primeros filtros, que eran de tela o de arcilla (recipientes de barro sin cocer que permitían el paso del líquido y retenían los elementos sólidos) y también de corcho.

Se consideraban de mejor calidad los vinos que envejecían bien o que al menos se mantenían en el tiempo.. El camino para conseguir la longevidad era a través de los sucesivos trasiegos, en los que se eliminaban los restos sólidos y se conseguía una mayor estabilidad. Cada trasiego contaba como factor de vejez y calidad y se marcaban en las etiquetas con expresiones como “vino de la segunda vez”, “de la tercera vez”, etcétera. Plinio asegura haber bebido vino egipcio de buena calidad con más de 200 años. En las imágenes aparece siempre vino rojo, no blanco.

Vino minoico

La cultura de la isla de Creta, singular y con un punto de misterio en su origen y sobre todo en su brusco final, se desarrolló aproximadamente entre 3.500 y 1.000 años antes de la era cristiana. Su evolución va en paralelo con la egipcia, con la que mantuvo intensas relaciones comerciales y en muchos sentidos también culturales. El cultivo de la vid y la elaboración de vino, así como su comercio, son ejemplos de esas relaciones, de tal manera que no se puede establecer de forma clara el origen de las afinidades entre ambas culturas vitivinícolas.

Se sabe que los vinos minoicos eran muy apreciados en Egipto y que los vendían también en Siria, Palestina y Grecia a pesar de que se trataba de países productores. Se intuye que adaptaron sus sistemas de elaboración para elaborar el vino al gusto del país de los faraones, que valoraban su dulzor. Una de las consecuencias fue la invención del soleo de las uvas, el sistema de concentración de azúcares y pasificación al aire libre que se utiliza en la actualidad en la elaboración de los vinos dulces de Pedro Ximénez andaluces.

Cretense es la instalación vinícola más antigua que se conserva. Data aproximadamente de 1600 a. de n.e. y consiste en dos recipientes de terracota, uno destinado a la pisa de la uva y otro, situado a nivel inferior, para recoger el mosto. Aproximadamente de la misma época data una de las primeras prensas conocidas, hallada en el yacimiento de Palekastro, una de las principales ciudades de la antigua Creta.

Después de la fermentación el vino se aderezaba con anís, enebro, miel y otros productos y se envasaba en vasijas de barro cerradas con un tapón de madera envuelto en tela de lino y sellado con cera. En esas condiciones se conservaba hasta doce años. También se usaban recipientes de mayor tamaño. En los palacios cretenses (que probablemente en su origen fueron tumbas aunque posteriormente se utilizaron como espacios habitados) han aparecido tinajas de casi 600 litros de capacidad (pithoi), que se usaban para almacenar vino, aceite y cereales.

A partir de Creta, la industria vinícola se extendió por las islas del Egeo y algunos nombres cobraron fama en la época, caso de Quíos, que exportaba vino a Egipto y a la Europa Oriental, Tasos, Rodas y Lesbos, donde según parece el vino maduraba bajo una espesa capa de hongos, en lo que podría ser un antecedente de los finos y manzanillas andaluces. Las bodegas de las islas, así como las de Grecia, reproducían el esquema de las cretenses y egipcias.

El gran propagador

A Grecia llegaron la vid y el vino desde Creta o desde Asia Menor (hay lagares rupestres de esa época en Siria y Palestina; Homero y la Biblia hacen referencia a ellos), o tal vez de forma simultánea. Viñedos y bodegas seguían con escasas variaciones el modelo que se llevaba en Egipto y Creta, pero los griegos avanzaron en los conocimientos vitícolas, en la selección de variedades de uva adecuadas a cada tipo de vino, en la influencia del clima y de suelo y en otros factores de calidad.

Las bodegas más primitivas no pasaban de ser un simple hueco excavado en el suelo, a veces junto a la viña, otras en el interior de una estancia de la construcción rural, en el que se pisaba la uva y se extraía el mosto con jarros. Después esa instalación se fue haciendo más estable, en un lugar cerrado, situado junto a la bodega de almacenaje o dentro de ella, con un lago construido con barro cocido y provisto de vías de salida para el mosto. El mismo modelo aproximadamente que se daba en Egipto y Creta.

La gran aportación griega sería la difusión de la industria vitivinícola por todo el Mediterráneo a través de sus colonias. Hace unos tres mil años, el vino se convirtió en una industria y se imbricó de forma absoluta en las costumbres de los griegos. En el siglo V a. de n.e. el historiador Tucídides afirmaba: “Los pueblos del Mediterráneo empezaron a emerger del barbarismo cuando aprendieron a cultivar olivos y vides”. Y, claro, aprendieron de los griegos.

De su mano, la producción de vino, con su vertiente económica y comercial, y el hábito de su consumo se extendió por el sur de Italia, el norte de África, incluida Fenicia, otra gran propagadora del vino, el sur de Francia, con rutas comerciales vinícolas que remontaban el Ródano y el Loira, y la costa mediterránea de España.

En todas esas colonias se reproducían las instalaciones de elaboración ya conocidas. En este caso la vendimia se pisaba sobre cestos de mimbre, con los pisadores agarrados a una viga o una cuerda y un músico tocando la flauta para marcar el ritmo que los pisadores acompañaban con canciones de pisa. El líquido fluía por los entresijos del cesto y se recogía en envases de terracota, desde los que se trasegaba a otros para que fermentara. Después se conservaba el vino en los mismos envases con las heces hasta la primavera, cuando se trasegaba a otros más pequeños.

Se emulaban los estilos de vinos que triunfaban: vinos aromatizados con todo tipo de flores, hierbas, especias, miel, etcétera. Ese carácter lo adquirían durante la crianza en ánforas, impermeabilizadas con alquitrán o pez, con largas maceraciones con lo que en la industria licorera actual se denomina botánicos, los productos que conferían el carácter aromático, tal vez precisamente para mitigar los olores del empegado, es decir, de la aplicación de los impermeabilizantes. La costumbre de los vinos aromatizados llegaría hasta el siglo XVII y aún más acá, en forma de vermú, vino naranja y similares.

Es muy probable que el mosto fermentara en envases cerrados, en los que permanecía hasta el mes de marzo, fecha de una fiesta denominada anesterias, que duraba tres días: el primero se denominaba pithoidia (apertura de jarras), cuando se abrían los recipientes de vino; el segundo día, kohés (fiesta de las jarras), se servían jarras de vino nuevo, y el tercero, khytroi (fiesta de las marmitas) se dedicaba a honrar a los muertos con la ofrenda y libación ritual del vino.

La barrica y la prensa

En Italia los griegos encontraron terreno abonado. Allí vivían los etruscos, pueblo procedente de Asia Menor que ya conocía el cultivo de la vid y la elaboración de vino. La antigua Roma incorporó por tanto con gran facilidad el vino a su cultura, a sus costumbres y a sus dioses. Adoptó a Dionisos, al que cambió de nombre para llamarle Baco al mismo tiempo que le daba una fisonomía menos estilizada; a cambio instituyó las bacanales, que eran como los simposios griegos pero llevados al extremo.

Roma generalizó el cultivo de la vid allá donde extendió sus dominios. Cabría pensar incluso que no fue más allá de donde era posible el cultivo de la vid. Con escasas excepciones (el sur de la península escandinava, por ejemplo, y sólo en tiempos más recientes, con un clima más templado), el límite del cultivo de la vid coincide con las fronteras exteriores de la antigua Roma.

Con Roma el vino, además, se convirtió en floreciente industria, objeto de abundante comercio y se desarrolló como ciencia. Se escribieron tratados de viticultura y de elaboración de vino, como los de Columela, Plinio, Catón, Virgilio, Varron y otros, ya muy depurados y que permanecieron vigentes durante siglos. Desarrolló los métodos de elaboración, tomados de los griegos pero con innovaciones decisivas, como la barrica de madera y la prensa de viga.

El uso de envases de madera data del siglo I a. de n.e. En las Galias, incorporadas al Imperio Romano en esa época, sólo había viñas y vino en la costa del mediterráneo, herencia de la floreciente industria desarrollada por los griegos. Aunque había un importante comercio de vino, que llegaba muy al interior de la Francia actual, los galos eran consumidores de cerveza, que almacenaban en cubas de madera, especialmente de roble.

Los romanos adoptaron enseguida ese envase, que se almacenaba y transportaba con mayor facilidad y eficacia que las ánforas de terracota y no era tan frágil. A partir de ese momento, los toneles de madera (cupae) de diferentes tamaños compartieron protagonismo en el almacenamiento y transporte vínico con ánforas y pellejos (cullei).

Algo más dudosa es la etapa en la que se adoptó la prensa de viga, que reemplazó al fatigoso sistema del lienzo retorcido que venía del antiguo Egipto. En 2011 se descubrió en Armenia una prensa que tenía restos de vino y que los arqueólogos dataron en el cuarto milenio antes de la era cristiana. Más moderna es la de Palekastro, en Creta, fechada entre 2000 y 1500 a. de n.e. y algunos sitúan las primeras prensas en la Edad del Hierro, hace más de tres mil años. Así lo cuentan en el Museo de la Cultura del Olivo, de Baeza (Jaén).

La bodega formaba parte de la villa romana y era un espacio amplio, en el que se instalaba la prensa, y en el que se distinguían dos estancias, el lagar y la bodega propiamente dicha. Algunos autores romanos recomiendan que la bodega se sitúe cerca de la cocina, pero todos coinciden en que se debe contar con dos estancias separadas, una para el lagar y otra como bodega de crianza, aunque contiguas para facilitar el trabajo.

Como ocurre en la actualidad, la bodega de elaboración tenía que ser una estancia amplia aunque se utilizara unos pocos días al año. Debía contener los lagos, con recipientes de pisa, de recogida y de fermentación, y la prensa de viga (prelum), que era de tamaño considerable por la longitud de la palanca (vectis). Sólo a partir del siglo I autores como Plinio el Viejo citan la prensa de tornillo (cochlea), que ocupa menos espacio y se parece a las prensas que se han utilizado hasta hace pocas décadas. Ambos tipos de prensa convivieron durante centurias en las bodegas de todo el mundo, aunque finalmente se impuso la segunda.

En la bodega de crianza o almacén debían convivir (a partir del siglo I) envases de los tres tipos: pellejos de distintos animales (sobre todo cabra y ternera), ánforas de barro y toneles de madera. No hay preferencia explícita por unos u otros pero se infiere que preferían la madera porque aportaba menos olores que los otros dos, impermeabilizados con distintos productos: pez en el caso de los pellejos, pez también y otros elementos, como alquitrán o betún, para las ánforas.

Transporte, crianza y trasiegos

Parece que cualquiera de los tres tipos de envase se usaban para el transporte, pero habría preferencia por el pellejo para los vinos de consumo más rápido y la madera para los más cotizados. Los recipientes de barro se empleaban ampliamente, en la pisa, en la fermentación y en la crianza, con dos fases, una primera hasta la primavera siguiente a la vendimia, en la que se guardaba el vino con sus heces en ánforas, y otra posterior, con el vino trasegado (en primavera, “cuando florece la rosa”, recomienda Columela; Catón reduce ese tiempo a un mes; Varrón lo prolonga hasta un año) y separado de los sólidos, momento en el que se aplicaban los aditivos (curare) habituales en los vinos para su estabilización o para aportar aromas. El trasiego de las ánforas se realizaba a puro brazo ya que no tenían un orificio en la parte inferior para evacuar el vino limpio y dejar en el envase los fondos, tal como sí aparece en las grandes tinajas posteriores.

Los distintos autores romanos insisten mucho en la limpieza de las bodegas, que se perfumaban con distintos productos, como mirra o incienso, y de los recipientes, prensas y utensilios utilizados para la elaboración o para las trasiegas, para lo que se recomendaba usar agua de mar. Antes de iniciar la función a la que estaban destinadas, las vasijas debían estar “bien limpias y empegadas” (impermeabilizadas), aunque Columela, Plinio, Catón y la obra anónima Geoponika (compilación del saber agrícola en doce tomos escrita en griego en el siglo X, en Constantinopla) recomiendan usar en la primera fase vasijas nuevas y empegadas (aunque no recién tratadas para limitar el paso de olores al vino) mientras que se reservan las usadas, preferiblemente que hubieran contenido vino añejo y guardasen sus madres, según Columela, para la crianza.

En todos los casos se recomiendan una bodega de crianza bien limpia y con temperatura adecuada, aislada de factores del clima, a los que Galeno y la Geoponika atribuyen buena parte de las causas de que los vinos se echasen a perder. Columela, por su parte, incide: “cuanto mayor sea el calor tanto más a menudo conviene cuidar, refrescar y airear el vino, pues mientras que esté bien frío se mantendrá en buenas condiciones”.

Vinos de crianza

Las ánforas digamos viejas, con varios usos, serían las botellas de expedición, marcadas con una etiqueta (pittacium), grabada en el barro o en una tablilla colgada de un asa, en la que se indicaban datos de procedencia (lugar, productor, a veces nombre del elaborador), del comerciante, añada, tipo de vino e incluso variedades de uva. Esas ánforas de embotellado eran cerradas con tapones de piel, de madera, de arcilla y en algunos casos de planchas de corcho, y selladas con pez, arcilla, yeso o alquitrán. Algunos autores sostenían que los vinos se mantenían en buenas condiciones durante años, a veces más de veinte.

Los vinos añejos alcanzaban mayor cotización al menos desde la época de Egipto y Creta y no podía ser menos en una sociedad como la romana, ávida de productos refinados. La consecuencia es que se idearon sistemas para acelerar el proceso de envejecimiento. Eso se tradujo en una ampliación de las bodegas para añadir espacios destinados a ello, salas destinadas al calentamiento y al ahumado de los vinos, los dos métodos preferidos para acelerar el proceso.

Según Columela, “el humo, del tipo que sea, proporciona a los vinos una madurez temprana”. Galeno prefería el calor porque el humo “por más que haga estable el vino también lo hace un tanto desagradable y termina produciendo dolor de cabeza”. Por el contrario, sostenía que “el calor hace madurar más rápidamente los vinos, bien sea el producido por el movimiento del aire agitado en su entorno bien por el sol que los calienta o bien por las llamas que arden en sus cercanías”. Es muy posible que en las salas de ahumado se combinasen los dos efectos.

Catón optaba por exponer las ánforas al sol en un sistema similar al del enranciamiento en damajuanas de vidrio utilizado en zonas del Mediterráneo y en Rueda para los clásicos dorado, de los que aún hay alguna producción. Plinio, por su parte, proponía una alternativa: la bodega submarina para elaborar vino de mar (thalassites). Proponía que re realizara la fermentación en vasijas selladas y hundidas en el mar, donde permanecerían durante un tiempo movidas por las corrientes.

Otros, finalmente, proponían métodos más fraudulentos, como la adición de plantas como aloe o regaliz, que aportaban el sabor a margo que se asimilaba al de los vinos viejos. O mezclar vinos deteriorados, que tenían ese sabor amargo, con vinos jóvenes para dar el pego y hacer pasar por viejo un vino reciente. El fraude es viejo.

Un mítico refugio

Los avances vitivinícolas romanos, y con ellos la fisonomía de las bodegas, no serían superados hasta bastantes siglos después. Apenas unas pinceladas tecnológicas, culturales y sociales aportaron matices y cierta evolución a unos principios que permanecieron prácticamente inmutables hasta la llegada de producciones que pueden ser calificadas como industriales, el desarrollo del comercio a escala planetaria, el capitalismo y la revolución tecnológica de la modernidad.

Los pueblos que llegaron del norte y se asentaron en la zona occidental del antiguo Imperio Romano se contagiaron pronto de las facetas más placenteras, del disfrute de productos sofisticados, como el vino, y de la dieta mediterránea, sin aportar grandes cosas. La cerveza estaba ya asentada y los destilados llegarían del sur, de la mano de los árabes, que también bebieron en muchas facetas de las mismas fuentes del saber, es decir, del antiguo Egipto, de las civilizaciones de la media luna creciente, de oriente… y también de Grecia y de Roma.

Hay que poner en cuarentena, entre otros prejuicios sobre la Edad Media, el mito de la ruina del viejo Imperio Romano, de su agricultura y de su estructura socioeconómica. En lo que concierne al cultivo de la vid y la elaboración del vino, en la Edad Media, sobre todo al aprovechar las temperaturas más altas de los siglos XI y XII, se superaron los límites geográficos de esa actividad, que se extendió de forma notable. Es cierto, sin embargo, que en buena medida la bodega se hizo doméstica, con las excepciones de los monasterios y los palacios de la aristocracia, y el consumo también se refugió en el ámbito doméstico.

Consumo universal

También hay que poner en entredicho el mito de los monasterios como refugio de la viticultura y de la elaboración del vino en occidente. Ni siquiera en España, donde se produjo la invasión árabe pero se mantuvo el cultivo de la vid y la elaboración y consumo de vino en las tres comunidades religiosas, incluida la musulmana, aunque con algunas restricciones, caso de la prohibición coránica o de la imposición del vino kosher a los judíos. Restricciones que fueron rígidas sólo en algunos periodos muy concretos y de corta duración.

En este sentido las barreras teóricas de religión, que prohibían a los cristianos comprar y beber el vino kosher (llamado judiego y valorado positivamente por ser elaborado sin aditivos como agua, cal o yeso y porque “se faze bueno e perfecto e mas maduro”), a los judíos el vino de los cristianos y a los musulmanes cualquier vino, se saltaban se diría que con alegría. La prueba son las numerosas admoniciones y sucesivas leyes restrictivas promulgadas por las autoridades de las tres comunidades.

El vino, como el aceite y los cereales, productos que pueden ser almacenados durante cierto tiempo, se convirtió en protagonista del comercio, con un papel asimilable al del dinero. Era signo externo de riqueza en el consumo y también en los almacenes, de modo que se fomentó la producción no solo en los monasterios, auténticos centros de poder económico y político, sino también en el ámbito de los señores feudales y de los reyes.

El mérito genuino de las instituciones religiosas, en particular la muy vinícola orden cisterciense, fue la conservación en sus bibliotecas de los tratados romanos y la aplicación y transmisión (interna en la orden, con poca difusión fuera de ella) de los conocimientos vitivinícolas de las civilizaciones antiguas. Eran los más preparados para ello porque tenían en el vino una de sus principales industrias y porque eran los monjes los que sabían leer.

Las instituciones religiosas, sobre todo las órdenes monacales pero también otras, como los obispados y arzobispados, acumularon riquezas y propiedades como cualquier otro señor feudal pero con la ventaja de que, salvo templarios y similares, no tenían que sostener milicias para su defensa, que era proporcionada por sus protectores de la aristocracia y la realeza. No hay duda de que su reino también era de este mundo.

A pie de viña

Acumulaban riquezas para reforzar su influencia política y las acrecentaban gracias a sus presuntas influencias con el otro mundo. Recibían donaciones y herencias, cobraban diezmos y comerciaban con su influencia espiritual por la vía de vender bulas, sentencias (en divorcios, por ejemplo) o indulgencias plenarias. Sus dominios se extendían y muy pronto los frailes dejaron de ser los que trabajaban para pasar a ser los que dirigían el trabajo de sus siervos, o cobraban las rentas a sus arrendatarios, en propiedades cada vez más alejadas del cenobio. La distancia marcaba la producción y las instalaciones de elaboración se situaron a pie de viña para facilitar el traslado del producto de la vid a las bodegas del monasterio o, en su caso, del palacio o castillo del señor feudal.

En los años del cambio de milenio es cuando se datan buen aparte de esas instalaciones. Proliferaron los lagares rupestres, excavados en la roca, con un lago de pisa y adjunta una lagareta para recoger el mosto. Cerca, unos huecos para encajar una prensa portátil. La prensa era de lo más elemental: de tornillo o de doble tornillo o, simplemente, una plataforma sobre la que se colocaban rocas. Eran mecanismos destinados a la extracción del mosto, que se transportaba en toneles de madera hasta la bodega de fermentación, en el no muy lejano monasterio, castillo o casa señorial.

Cuando la viña estaba más alejada se imponía fermentar el vino in situ. Se construyeron bodegas elementales, con una lago para la pisa, una prensa y toneles de madera o vasijas de terracota (enterradas o no en el suelo) para la elaboración. El vino se guardaba en esos recipientes hasta que, llegada la primavera, el estado de los caminos permitía el traslado a la bodega.

Sin grandes cambios

Es posible que en esa época se extendiera el sistema del vino de pitarra, que ya era conocido en las bodegas romanas. El mosto (o los racimos enteros) se introducía en vasijas de barro, que se sellaban y se dejaban en la bodega hasta que en primavera de abrían y se extraía el vino. El personal a cargo de esa bodega se encargaba periódicamente de mover la pitarra para estimular la fermentación y aumentar la extracción de materia colorante.

Aparte de esos matices, desde el punto de vista enológico, la Edad Media no supone un avance llamativo con respecto a los conocimientos de al etapa romana. De hecho, los que pueden ser considerados como tratados de viticultura y enología medievales, que son sobre todo las instrucciones que los monjes encargados de las viñas y bodegas monacales dejaban escritas para sus sucesores, están plagados de referencias a los autores griegos y romanos, cuyos tratados guardaban en las bibliotecas de los monasterios.

La aportación medieval, además de la generalización del consumo de vino, incluidos niños, es precisamente la bodega, el espacio concebido para guardar y envejecer el vino. Ya los autores romanos recomendaban que fueran lugares frescos o al menos con temperaturas estables. Los sótanos de los monasterios y de los palacios aristocráticos aportan esas condiciones favorables, además de constituir un almacén relativamente fácil de guardar y de defender para evitar robos y asaltos.

El vino se hace cotidiano

Con la caída del Imperio Romano la estructura productiva del vino cambió y de las grandes explotaciones agrarias, destinadas a abastecer a las ciudades, se pasó a una agricultura de subsistencia. A cambio, se generalizó el consumo de vino en todos los estratos sociales y, en una segunda fase, en la Baja Edad Media, en argumento económico como impulsor del comercio en occidente. Caso ilustrativo es el impulso del consumo de vino en la Inglaterra medieval. Hubo viñas en el sur de la Gran Bretaña pero el vino de la Gascuña era mejor y más barato.

Inglaterra dominó esa fuente de abastecimiento de vino pero la Guerra de los Cien Años dificultó la producción gascona y el flujo de vino a través del Canal de La Mancha, de manera que los mercantes ingleses y flamencos buscaron en el Mediterráneo proveedores para abastecer al sediento mercado del norte, no sólo de la Gran Bretaña sino también del centro y norte de Europa.

El vino pasó a ser el segundo producto de mayor importancia en la dieta del pueblo, sólo superado por el pan, y por ello también elemento estratégico por su función económica. El viñedo se extendió extramuros de los monasterios (cuando las propias instituciones religiosas, convertidas en señores feudales, lo permitían) para el autoabastecimiento de los campesinos. No tardó mucho el vino en ser convertido en dinero (salarios en vino, pago de bienes y servicios) y la iglesia de Roma lo consideró producto apto para su consumo en periodos de ayuno y abstinencia.

Estratificación social

Al final de la Edad Media surgieron tabernas y mesones donde se vendía vino. En los países productores los vinos corrientes se elaboraban en las cercanía, incluso en bodegas urbanas. Los concejos protegían la producción propia y sólo permitían el paso de vino de fuera cuando se agotaba el propio. Los poderosos compran vinos de orígenes más prestigiosos o lejanos, los que tenían consistencia y entidad para soportar las travesías.

La rígida estratificación social medieval se refleja, como no podía ser menos, en el vino consumido. Las clases altas consumían vinos de importación o los vinos locales procedentes de las primeras extracciones de mosto, los más finos. Los vinos de las segundas y terceras prensadas se destinaban a artesanos y los primeros burgueses. El pueblo llano bebía vinos baratos, los que rondaban territorios del vinagre y en ocasiones los producidos a partir de la adición de agua a los hollejos ya prensados.

Era habitual el envejecimiento, sobre todo en toneles, y los vinos viejos se consideraban ya entre los más prestigiosos por su calidad. También seguía siendo habitual aromatizar los vinos con diferentes aditivos, en especial las cotizadas especias: jengibre, cardamomo, nuez moscada, clavo, pimienta… El vino especiado, además de valorado por sus consumidores, era muy bien considerado entre los médicos, que le atribuían efectos saludables adicionales. Se aromatizaban por infusión, es decir, mediante la inmersión en el vino, generalmente tinto, de bolsas conteniendo la especia elegida.

Ciudades y comercio

A finales de la Edad Media se producen dos fenómenos fundamentales para el desarrollo de la industria vinícola. Por un lado, el crecimiento de las ciudades, con un cierto flujo de la población rural hacia núcleos urbanos, aunque se viera entorpecida por las epidemias de los siglos XIV y XV. La peste, el tifus, la viruela y otras enfermedades diezmaron la población europea, pero no impidieron el desarrollo del comercio, de las grandes expediciones (protagonizadas sobre todo por portugueses, españoles, genoveses y venecianos, más adelante con la competencia de holandeses e ingleses) en busca de mercaderías lujosas, sobre todo especias pero también seda y otros productos.

En esa actividad comercial el vino jugó un papel importante, tanto como parte fundamental en la ración alimenticia de los marineros como en su función de objeto protagonista en el mercadeo. El consumo estaba ya generalizado en todas las capas sociales y en todas las latitudes y las regiones no productoras, lo mismo que las poblaciones urbanas (se calcula un consumo de cien litros por cabeza y año en el Valladolid del siglo XVI), reclamaban un flujo abundante de vino.

En este sentido conviene desmentir otro mito. En las regiones septentrionales, donde la producción de vino se encontró con dificultades (desapareció durante la llamada pequeña era glacial, siglos XVI y XVII), se impulsó la sidra. En ese tiempo y en esas zonas el enemigo de la cerveza fue la sidra y no el vino. La razón: la cerveza se elabora con cereal, necesario para hacer pan y muy caro en las frecuentes épocas de estrechez.

La producción se había repartido entre los grandes terratenientes, que acumulaban excedentes, y los pequeños propietarios y los que explotaban la tierra con las distintas formas de aparecería, que también ampliaban su producción ante la perspectiva de poder vender el vino que no consumían. Esa doble vertiente de la producción es muy importante hasta el punto de que define la industria vinícola en los siglos posteriores, sobre todo cuando lo que puede ser calificado como industrialización del vino requiere la intervención del naciente capitalismo.

La prensa, protagonista milenaria en las bodegas y materialización de su evolución, es también un símbolo en esta época y en las centurias siguientes. Sólo los poderosos podían tener una prensa. Las casas señoriales y los monasterios eran los que podían realizar la inversión necesaria, así como también los únicos con capacidad para almacenar u envejecer vinos. Los campesinos más modestos, los de la explotación familiar, acudían a la prensa y pagaban en maquila, con una parte de su vino. Algunos concejos instalaron prensas municipales.

Mientras tanto, la preocupación de los productores es conseguir vinos que soportasen las largas travesías y que pudieran ser consumidos más allá del año siguiente a la vendimia, que era lo habitual. Se había perdido en buena medida la cotización de los vinos envejecidos, la buena valoración que tuvieron en el antiguo Egipto, en Creta, Grecia y Roma. Y se habían olvidado las técnicas desarrolladas por esas culturas, que, no obstante, permanecían en las bibliotecas de los monasterios, que las rescataron pero intentaron guardar celosamente el secreto.

La estratificación social del productor de vino estaba claramente marcada y perdurará hasta épocas muy recientes. Las bodegas grandes tenían capacidad económica y espacio para no tener que convertir rápidamente el vino en dinero, mientras que las más pequeñas, la de cosechero, necesitaban vender el vino por la economía familiar y para vaciar la bodega antes de la siguiente vendimia.

Técnicas de estabilización

Los vinos que duraban eran mejor valorados, seguramente más por esa durabilidad que por las virtudes que se pudieran sumar en el período de envejecimiento. Y se buscaban fórmulas para conseguir esa longevidad perdida. Aumentó la cotización de los vinos del Mediterráneo, más resistentes por su mayor riqueza alcohólica y se recuperaron tanto los vinos cocidos como el añadido de mosto concentrado (también por cocción). Y, naturalmente, se mantienen los vinos especiados, tanto por sus cualidades como por ser esos aromas añadidos disfraz eficiente para vinos ya deteriorados.

Los vinos del norte, ligeros y ácidos, eran menos apreciados que los meridionales. Una excepción eran los clairet gascones, rosados en los que se separaba el mosto de la casca después de 48 horas de fermentación. Es vino se bebía abundantemente en Inglaterra, aunque con cotizaciones muy inferiores a las de los vinos mediterráneos.

El vino que se valoraba hacia el siglo XV y XVI era el dulce porque soporta mejor el paso del tiempo y las travesías. Tomaron protagonismo nombres como Alicante, Marsala, Málaga, Chipre, Cannary, Carlon y otros, más protegidos por la presencia de azúcar y por técnicas de envejecimiento, como los vinos sobre lías, en envases de madera de tamaño cada vez más grande. Los grandes bocoyes que se han conservado en bodegas de Castilla y León y las tinajas manchegas son exponente de esa tendencia. Los pellejos y las barricas se destinaban al transporte.

Otra técnica era el enranciamiento, una estabilización por oxidación acelerada en envases expuesto a la intemperie, en bodegas de superficie o en los altillos de las cuadras o de las viviendas. Y, ya en actitud defensiva, la guarda de los vinos en bodegas frescas o en las cuevas, que empezaron a excavarse en Castilla hacia el siglo XII.

Y llegó el alambique

Todo eso fue superado en parte por la llegada del gran estabilizador de los vinos: el alcohol. Con antecedentes muy antiguos y utilizado por los árabes para la elaboración de perfumes, el alcohol llegaría a Europa en el siglo XIII, de la mano del mallorquín Arnau de Vilanova, cuando era profesor de la Universidad de Montpellier. La destilación fue ampliamente utilizada por los alquimistas y pronto sería habitual en las boticas para pasar a las bodegas por dos objetivos: por un lado como estabilizante de los vinos, por otro como recurso para ahorrar impuestos y costes de transporte, dos factores que iban estrechamente ligados.

Los sistemas de estabilización definen la fisonomía de las bodegas. La cuevas y los sótanos de los monasterios aportan la regularidad en factores como temperatura, humedad y luz cuyas ventajas ya se conocían en las antiguas Creta y Egipto. El alcohol y los vinos generosos, los vinos encabezados, permite prescindir de las bodegas subterráneas e incluso hacen recomendables las bodegas de superficie, que después serán imprescindibles para la crianza biológica.

El alambique entró a formar parte de los equipos de muchas bodegas. En una primera fase se destiló con objeto de enriquecer el alcohol de los vinos y favorecer su estabilidad y también para reducir el enriquecimiento de concejos y puertos, que cobraban impuestos por litro o por kilo, por fardo (sack en inglés, palabra de connotaciones vinícolas) o por barrica.

A destilarlo todo

La idea era reducir el volumen del líquido mediante la destilación para añadir agua en destino para recuperar el volumen anterior. Sin embargo, marineros y soldados tardarían poco en detectar las ventajas de consumir directamente ese vino quemado y ese descubrimiento cambiaría la faz de las bodegas y de las tabernas, de los barrios bajos y de regiones enteras. Y es que las prisas para llegar al puntito o más allá son mucho más antiguas que el botellón.

El comercio del destilado de vino se tornó tan floreciente que muchas zonas dejaron en segundo plano el vino para dedicarse a destilarlo. Surgieron nombres como Cognac y Armacnac, en Cataluña fue una actividad de primera magnitud hasta el siglo XIX, lo mismo que en amplias zonas de Aragón y más adelante en Andalucía. En etapas más cercanas La Mancha y Extremadura llegarían a tener las mayores productoras de alcohol vínico mundo, Tomelloso y Almendralejo, respectivamente, y destinarían al alambique la mayor parte de la producción de sus extensas viñas. A partir del siglo XV alquitaras y alambiques conquistaron un lugar en las bodegas.

Mientras tanto, el mundo se dedicó a destilar otros productos. A partir de finales de la Edad Media surgieron en Irlanda y Escocia el whiskey y el whisky, que es el respectivo nombre que dieron al destilado de cebada, los españoles destilaron caña de azúcar y produjeron el primer ron en Granada para exportarlo después a América, vía Canarias, también con cereales surgió la ginebra en Holanda e Inglaterra (no conviene pronunciarse para no herir peligrosas susceptibilidades alcohólicas), en el este de Europa se destilaron cereales y después patatas para producir vodka, los monjes desarrollan distintos licores y los holandeses plantaron vides en la zona de El Cabo para abastecer de brandy a sus barcos.

Los destilados se hicieron muy populares y desplazaron al vino en amplias regiones, como Escandinavia, el norte y el este de Europa y los populosos puertos de todo el orbe. Los productos más sofisticados se abrieron paso también en las mesas, o en las sobremesas. de las clases pudientes, incluso de las más pudientes: basta pensar en la afición a la ginebra de dinastías enteras de reyes europeos.

Dos tipos de bodegas

El alcohol impulsó también nuevas especialidades en el capítulo de los vinos dulces, que siguieron siendo los preferidos en amplios mercados y recibieron nuevo impulso a partir del siglo XV y, sobre todo, del XVII y XVIII, cuando emergen nombres como Oporto, Madeira, Jerez. En esa época, superadas ya las largas etapas de epidemias o de guerras prolongadas y llegada la de las grandes travesías y la creación de los imperios, creció el comercio de vino en un proceso que ya no se detendría, a pesar de la competencia de los destilados. Fue crucial en este período la caída de Constantinopla y el Imperio de Oriente en poder de los turcos, que interrumpió el comercio con las zonas vinícolas de Grecia, Creta y las islas del Egeo y obligó a los comerciantes vencianos y genoveses, como a holandeses y británicos, a centrar en el Mediterráneo occidental sus bases de abastecimiento.

La elaboración de vino siguió en manos de pequeñas explotaciones familiares, pero los campesinos buscaban ya incrementar la producción para abastecer a mercados cada vez más lejanos. Surgieron los comerciantes, cada vez más poderosos, que acumularon capital y terminaron por entrar en las zonas punteras y hacerse productores. Así se impulsaron zonas como Jerez, Oporto y otras, en las que las bodegas dejaron de ser un más o menos reducido añadido a la explotación agrícola familiar para convertirse en una industria de mayor tamaño.

Ahí se separaron los dos tipos principales de bodega. En las zonas productoras de vinos licorosos se impusieron las bodegas de superficie, que buscaban unas temperaturas altas e incluso el cambio de temperatura que proporciona la intemperie para acelerar los procesos de crianza oxidativa y enranciamiento, garantía de estabilidad de los vinos. Esos procedimientos debieron ser modificados en parte con la llegada de los vinos de crianza biológica, que requieren alto nivel de humedad, lo que dio ligar a un ingeniosos sistema de persianas y ventilación que aún es fundamental en las bodegas andaluzas actuales.

En las otras zonas se buscó justamente lo contrario: temperatura y humedad estables, más bien baja la primera, oscuridad y ausencia de ruidos y olores, es decir, las condiciones que proporcionaban los sótanos de monasterios, casas señoriales y palacios y también el de sus reemplazos en el caso de las bodegas campesinas, las cuevas.

A partir del siglo XVII los cosecheros se convierten en topos y, cuando las labores del campo lo permiten, se dedican a excavar galerías en el subsuelo de las villas que dieron lugar a auténticas ciudades debajo de las ciudades, a veces comprables en tamaño con el casco urbano (Aranda de Duero o Laguardia son sólo dos destacados ejemplos), o bien en cerros cercanos a los núcleos de población, como los que son visibles en muchos pueblos de Castilla aunque hoy reciban otros usos relacionados más con el consumo que con la producción de vino.

El siglo XVII contemplo otra evolución trascendental: la aparición de los vinos embotellados en la que tuvo papel destacado el tapón de corcho, elemento revolucionario en la industria vinícola. Las primeras noticias de vinos embotellados llegaron de Francia: la primera referencia data de 1663 y se refiere a botellas de Haut-Brion. El embotellado se realizaba de forma manual, botella a botella, y, con la excepción de Champagne, se realizaba en destino. El imprescindible sacacorchos surgió a finales del XVII.

Bodegas de nueva planta

La buena evolución del mercadeo de vinos se impulsó en el siglo XVIII. Creció la población, las ciudades adquirieron un tamaño considerable y se incrementó la demanda de vinos, tanto del barato con el que se alimentaba el pueblo llano como de los vinos más prestigiosos y caros (los vinos preciosos que se citan en el Siglo de Oro español, no por se muy bonitos sino por los precios que alcanzaban). Con ellos llegaron las falsificaciones y, consecuencia de éstas, los primeros atisbos de las denominaciones de origen, que surgieron en Oporto y poco después en Champagne.

Ese proceso demandó una instalación vinícola de cierta entidad, con una producción alta y regular en el tiempo y con capacidad de almacenamiento para prever eventuales malas cosechas. La necesidad fue acompañada por la aparición del primer capitalismo, que invirtió en la nueva industria y construyó bodegas de nueva planta, edificios diseñados y construidos para elaborar, almacenar y envejecer vinos. A las instalaciones de superficie y a las cuevas se sumó otro tipo de bodega, la bodega moderna, que siguió en todo el mundo el perfil diseñado en la zona bordelesa del Médoc, al mismo tiempo que en la elaboración, crianza y estilo de los vinos se difundía con mayor o menor dificultad el bautizado como método médoc.

Las conexiones vinícolas de Inglaterra con Burdeos datan de la época en la que Aquitania formaba parte del Reino Unido. Los ingleses se aficionaron los vinos bordeleses y buscaron la fórmula de mantener el abastecimiento, incluso en periodos de guerra entre ambos países. Sus fórmulas fueron utilizar intermediarios, papel de los holandeses con gran frecuencia, o la vía directa, en la más genuina tradición inglesa, de abordar los barcos cargados de vino que salían del puerto de Burdeos con destino a Holanda o a los países escandinavos y apoderarse de la preciada mercancía.

Por esa relación, históricamente y hasta bien avanzado el siglo XX con la influencia de nuevas opciones en América y Asia, ha sido el mercado británico el que ha marcado el pulso de Burdeos. En el siglo XVIII el motivo fueron las guerras y los impuestos. La rivalidad franco-británica se enconó a raíz de la Guerra de Sucesión española. Los británicos aplicaron altos aranceles a los productos franceses, en especial el vino y, dado que se pagaba por litro de vino, los franceses optaron por ofrecer vinos más sofisticados.

Bodegas del Mèdoc

Al mismo tiempo, los gustos de los británicos viraron hacia vinos más fuertes y el clairet perdió fuelle en beneficio de esos nuevos tintos. Los buenos precios animaron a nuevos inversores en el mundo del vino bordelés, al que acudieron próceres políticos, la alta burguesía y la aristocracia rural. Esos inversores aplicaron una estructura similar al de las villas agrícolas romanas de varias centurias antes, pero especializado en vino. Es el château, la bodega construida en la viña que la sustenta.

El centro principal de producción emigró al otro lado del Garona, al Mêdoc, hacia suelos más pobres con más posibilidades para los nuevos tintos estructurados y potentes, más sofisticados y más caros, elaborados por esas nuevas bodegas. Ese precio alto los introdujo en los sectores más pudientes del mercado, que los convirtió en signo externo de riqueza y distinción que aún elevó su cotización en un círculo virtuoso que es la base del prestigio mundial de los vinos de Burdeos.

Mientras, seguía vigente el gusto por los vinos dulces, que se satisfizo también con una especialidad surgida por casualidad. Como se pedían vinos más fuertes, se retrasaron las vendimias para obtener mayor grado. El riesgo es que avanzara el otoño antes de alcanzar esa riqueza alcohólica y en esas vendimias tardías algunas viñas se vieron afectadas por la podredumbre noble (botritis cinerea). Así nacieron los famosos dulces bordeleses de Sauternes (y más tarde la vecina Barsac), que pronto alcanzaron cotizaciones inéditas.

En esa mudanza se introdujeron nuevos sistemas de elaboración y de estabilización y con ellos cambió también la fisonomía de las bodegas y su propio concepto. La bodega de elaboración pasó a ser un edificio diseñado como tal y no como una estancia más situada en una parte de la casa o al fondo de la cuadra. E incorporó la bodega de almacenamiento, convertida ya descaradamente en bodega de crianza, destinada a estabilizar los vinos y enriquecerlos con nuevas sensaciones.

El método mèdoc incorporaba labores nuevas: se separaban las uvas blancas y tintas, se ajustaban las fechas de vendimia a las condiciones de cada variedad y de cada parcela, se elaboraba el grano separado del escobajo, lo que introdujo un elemento nuevo, la despalilladora, se utilizaban barricas nuevas y se imponía la madera de roble sobre la de otras especies arbóreas utilizadas hasta entonces, como la acacia o el cerezo, entre otras. Se introdujo la estabilización mediante la limpieza de los vinos a través de los trasiegos. La propia madera modificó su papel y pasó de ser un contenedor para almacenar vinos a ser un elemento más de la elaboración y de la caracterización de los vinos.

Las bodegas se adecuaron a ese sistema de trabajo. Apareció una estancia para la recepción y clasificación de la vendimia, se introdujeron las despalilladoras y las estrujadoras sustituyeron a los lagos de pisa, los grandes depósitos de madera de roble se impusieron a los lagos de mampostería y la nave de crianza se situó en el mismo edificio pero con una adecuada separación. En algunos casos se incorporó una zona de envasado, aunque lo más extendido fue el embotellado en destino o en instalaciones de los negociants, de los intermediarios.

Bodegas industriales

La figura del negociant fue fundamental en el desarrollo de la industria vinícola en Burdeos y también en otras zonas donde se desarrollaron después. La del vino es una inversión costosa que tarda bastante en tener retorno. El negociant compra a futuro, se juega su dinero en la bolsa del vino y con ello contribuye a financiar a las bodegas. Y éstas, por su parte, externalizan la distribución de sus vinos, aspecto en muchas ocasiones engorroso para estructuras pequeñas como las de la mayor parte de los châteaux.

Esos negociants pueden mantener el vino en la bodega productora hasta su expedición o eventual traslado a instalaciones propias. Esa figura habitual en el vino francés no se desarrolló del mismo modo en otros países. En general, las inversiones se han materializado en amplias zonas productoras en la construcción de bodegas de crianza, que reciben vinos de cosecheros que elaboran su producción y venden vino joven, o bodegas sin viñedo, que se proveen de uvas y vinos producidos en explotaciones de reducidas dimensiones.

Esas son las bodegas industriales que se desarrollaron ya en el siglo XIX y más aún en el XX. El esquema fundamental, dejando al margen méritos arquitectónicos o la ausencia de ellos, es el mismo de las viejas bodegas del Mèdoc en cuanto a su naturaleza de edificios industriales y la disposición de los diferentes ámbitos de trabajo.

En esa categoría cabe situar también a las cooperativas, surgidas a partir del siglo XIX para hacer frente común de los viticultores frente a las presiones de las bodegas de crianza de tipo industrial. Surgieron en la estela de las ideas socialistas emergentes en el siglo XIX y de la reacción frente a ellas de ideas más conservadoras, como las eclesiásticas, que, bajo el epígrafe de la doctrina social de la iglesia, impulsaron su propio movimiento cooperativista pusieron en marcha. Tal vez por influencia de esos matices religiosos, la construcción de muchas cooperativas siguió un perfil equiparable al de los templos de culto. Destaca en este sentido el perfil de las cooperativas modernistas, y de no pocas bodegas privadas, firmadas por arquitectos como Puig i Cadafalch y, por encima de todos, César Martinell, que en los primeros años del siglo XX llenó de cooperativas la mitad sur de Cataluña.

Con pocas excepciones que surgieron en años posteriores, las cooperativas eran bodegas de elaboración y almacenamiento, no de crianza ni embotellado. Cuando lo había, el espacio para crianza era reducido y el de embotellado se encajaba como se podía en la zona de recepción de uva. Generalmente, las cooperativas constan de tres naves, una central para los implementos de elaboración, como despalilladoras, prensas y demás, y dos laterales ocupadas por depósitos de hormigón que no llegaban hasta el suelo para facilitar los trasiegos y vaciados. El hueco inferior se aprovechaba para almacenar productos o, en su caso, barricas.

Bodegas modernas

El método mèdoc y las bodegas construidas para aplicarlo tuvo éxito indudable, tanto que ha marcado la construcción de las bodegas y un estilo en los vinos que puede ser calificado como moderno. Sin embargo, tardó bastante en hacer escuela. El éxito de esos vinos en el importante mercado británico apenas levantó alguna curiosidad en otras zonas cuando ya estaba plenamente implantado en la región bordelesa, hacia finales del siglo XVIII. Es el caso de Rioja alavesa y el viaje de estudios de Manuel Quintano o los posteriores ejemplos de ilustres productores, como los marqueses de Riscal y Murrieta, entre otros, que se formaron en las nuevas tendencias durante sus exilios en Francia.

No tuvo una expansión hasta la llegada de las plagas americanas, especialmente la filoxera, cuando la escasez de vino en Francia llevó a los negociantes a buscar aprovisionamiento en los países vecinos no afectados por esas plagas. Pagaban bien, exigían un determinado tipo de vinos e impulsaron una etapa de bonanza en esas zonas. Los buenos tiempos animaron a nuevos inversores que, esos sí, ya aplicaban el modelo de éxito, en la elaboración del vino y, por ende, en la construcción de las bodegas. Eso era ya a finales del siglo XIX.

A lo largo del siglo XX, sobre todo en la segunda parte de esa centuria, los vinos han cambiado de forma radical, a veces en viajes de ida y vuelta (caso del mismo Burdeos), la tecnología ha experimentado varias revoluciones, ha cambiado el paisaje vitícola y también el paisanaje. Las bodegas, sin embargo, siguen un esquema que ha variado poco en esencia con respecto al modelo mèdoc del siglo XVIII.

Es muy parecido en el fondo pero, evidentemente, no en la forma. En ese tiempo los depósitos de hormigón sustituyeron o al menos convivieron durante décadas con los viejos conos de roble y los elementos tecnológicos evolucionaron a una velocidad progresivamente acelerada. Se produjo la revolución del acero inoxidable, un material desarrollado en principio en Sudáfrica a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, que protagonizó el paso de las bodegas-cuadra a las bodegas-lechería y que ahora vive cierto retroceso con la recuperación del hormigón y la madera.

Ese proceso corrió en paralelo con la revolución de los viñedos: viñas monovarietales, el riego (a partir de técnicas desarrolladas por Israel para transformar su desértico país), la viticultura de precisión, la mecanización y hasta el control de las viñas desde satélites. Eso también tiene una vuelta a los orígenes en las técnicas de la biodinámicas, que has poblado de nuevo las viñas de caballos (de hueso, carne y pelo, no de unidades de potencia de los tractores) y asnos para el trabajo, y en las patrañas de los llamados vinos naturales.

Todo ha cambiado y sigue cambiando de manera radical y rapidísima, el arte ha entrado en las bodegas, o más bien son las bodegas las que se han convertido en objetos de arte con prestigiosos arquitectos firmando las ahora ostentosas construcciones industriales. Nada que ver con la vasija de barro en la que empezó todo de forma casual, pero con mucho en común con los primeros châteaux que en el siglo XVIII protagonizaron una revolución francesa mucho menos sangrienta e incomparablemente más placentera.

Publicado en junio de 2019

en el monogrfico de PlanetAVino

100 bodegas para el futuro