Fecha publicación:Agosto de 2000
Medio: Andares

España ha sido un país paradójico en el consumo de vinos. Productor masivo de uvas blancas, el tinto ha sido considerado siempre como “el vino”, mientras que se despreciaban los blancos y rosados. Las ingentes masas de uva blanca producidas en la meseta sur, Extremadura, Andalucía y el valle del Ebro se destinaba a usos distintos al consumo directo como blanco, bien a la producción de vinos generosos en Andalucía, a los espumosos en Cataluña o a la destilación los manchegos y extremeños, fuente inagotable de los brandies envejecidos en las bodegas del marco de Jerez. Incluso una parte de los tintos de amplias comarcas del centro peninsular se elaboraban con una proporción de uva blanca.

Durante mucho tiempo, las comarcas gallegas, sobre todo el Ribeiro y, más adelante, Valdeorras y Rías Baixas, fueron el referente de los blancos españoles de calidad. La única alternativa estuvo en los blancos envejecidos en madera riojanos y, a partir de los años ochenta, en los rueda y blancos catalanes. Hijos de la revolución tecnológica de los años ochenta fueron primero los blancos-jóvenes-frescos-afrutados, fórmula de éxito que trajo la limpieza y el carácter frutal. Vino también cierta monotonía, una vez más rota por las fragancias florales de las variedades de uva autóctonas gallegas, que, en algún caso, también comenzaron a adquirir una cierta uniformidad.

La línea de los vinos blancos aromáticos ha marcado en parte la década de los noventa. El éxito del albariño influyó en que la frenética búsqueda de blancos aromáticos trajera nuevas prácticas enológicas (maceración pelicular, levaduras seleccionadas, enzimas percutores de aromas) y nuevas variedades de uva, en especial Sauvignon Blanc y Gewürztraminer.

La búsqueda de nuevas fórmulas trajo además fermentación en barrica y, con ella, la consolidación de la uva Chardonnay, no muy brillante en su aportación al mundo del cava. Nacieron toda una serie de vinos nuevos, como los blancos navarros, que pasaron de la miseria de ser meros complementos de gama en los catálogos de las bodegas, al estrellato de situar alguna marca entre los mejores vinos de España. La fermentación en barrica fue alternativa para los blancos de Rioja (hoy son más los fermentados en barrica que los envejecidos), se extendió por toda Cataluña, tocó Rueda, La Mancha y otras muchas zonas y hasta llegó a Galicia, donde muchos pensaron que no hacía falta pero que ha dado excelente resultado.

En la próxima década el reto es la longevidad. Si en los ochenta se consiguió la calidad (al menos la calidad mínima exigible) y en los noventa se luchó por la personalidad, en la actualidad las firmas punteras en el capítulo de los vinos blancos pugnan por obtener unos vinos que se puedan guardar. Los nuevos grandes vinos blancos españoles deberán mantenerse vivos y evolucionar favorablemente durante varios años. Esto, que es elemental en el caso de los blancos que han estado en contacto con la madera, se deberá aplicar también a los vinos sin crianza. Cuando nuestros albariños, godellos, verdejos, etcétera, se puedan vender con dos o tres años de buena maduración en la botella y cuando el mercado, aún marcado por los de los jóvenes-frescos-afrutados, lo acepte, el vino blanco español habrá alcanzado su mayoría de edad y superado su leyenda negra. Ya hay algunas marcas enseñando el camino.