Pues igual, tal como están las cosas, el mejor vino del verano de 2003 va a ser un vino de la cosecha 2001. Con la mayor parte de los blancos acusando los rigores de la última cosecha, con los tintos jóvenes acusando los rigores de la selección de calidades realizada por las bodegas y con los rosados cada vez más inmersos en su papel de subproducto, un recurso interesante y que abre buenas perspectivas es buscar los vinos de la cosecha anterior, que seguro que todavía hay muchos en el mercado.

Serán los vinos ya “cocinados” en la botella, con esas sutiles evoluciones internas que restan algo de la potencia y fragancia juvenil pero a cambio dan elegancia y mayor cantidad de matices. Algo así como lo que ocurre con ciertos guisos o algunos tipos de pan, que están mejor al día siguiente o, como se solía decir (la “fast-food” esa también ha acabado con el guiso guardado en el frigorífico; debería ser denominada “fast-cooking”, cocina rápida en lugar de comida rápida), mejor “de un día pa otro”. En su versión enológica serían vinos “de un año pa otro”.

No es otra cosa que el vino de “segundo año” de toda la vida, arrasado tal vez sin remedio por aquello de los vinos jóvenes-frescos-afrutados de hace veinte años que aún tiene vigencia en el mercado. Los “segundo año” cumplían con un papel regulador de la producción vinícola: desaparecían si una cosecha era escasa y reaparecían para aliviar excedentes en campañas más productivas. Casi siempre eran vinos “madurados” en depósitos, lo que constituía las más de las veces un problema dadas las condiciones de tales depósitos. En otras ocasiones vivían ese año o parte de él en barricas, no para inventar la media crianza sino para mantener con vino unas barricas que no podían quedar vacías. Muy pocas veces se guardaban en botellas, sólo cuando no se habían podido vender a su tiempo.

Va siendo hora de desterrar lo del vino del año como único camino para disfrutar de las fragancias frutales y de los vinos más frescos, que tal vez son los que más apetecen ahora que el calor aprieta. Después de un año de evolución, bien guardados en depósitos limpios, con o sin paso (breve, por favor) por barrica o, mejor, de evolución en la botella, los vinos sin crianza pierden una buena parte de su carácter juvenil, pero liman esas asperezas a veces un tanto desabridas que recuerdan más a la adolescencia que a la juventud. En un año baja la potencia de aromas pero aumenta la cantidad de matices aromáticos y los vinos se doman y dan un paso de boca más redondo y civilizado, sin las puntas tánicas tan frecuentes en la juventud más rabiosa (o sea, la adolescencia).

La mayor parte de los mejores vinos jóvenes crecen en el segundo año. Los blancos más vivos, con buena acidez, como los albariños, ribeiros, penedés (busquen las últimas botellas del xarel•lo de Raventòs i Blanc, que en la última cosecha ha interrumpido la producción de ese blanco excepcional), algunos rueda y, en especial, los poco conocidos godellos (Godeval, Guitián, Galiciano Día), que adquieren una elegancia poco frecuente en el panorama de los blancos españoles, mejoran notablemente cuando pasan unos meses en la botella. En algunos casos pierden sus exotismos de elaboración (plátanos, pises de gato) y las variedades nobles se vienen arriba, dando los vinos su mejor cara. Los mejores viven bien tres, cuatro y más años, lo que abre una perspectiva comercial nueva aunque difícil a las bodegas. Alguien tendrá que atreverse a hacer coincidir en sus catálogos dos y tres cosechas al mismo tiempo, como se hace en todo el mundo.

Curiosamente, los tintos, más protegidos en tantos aspectos que los blancos, suelen ser menos longevos. En este capítulo las bodegas discriminan más las elaboraciones y, sobre todo, la selección de vinos. Los más estructurados y potentes, es decir, los de teórica vida más larga, van a parar como es lógico a las crianzas. Los más ligeros se destinan a un consumo más rápido. En cosechas como la del 2002, problemática en casi todas las zonas, la selección habrá vuelto a correr una vez más por caminos opuestos a los que dicta la sensatez: en lugar de ser más estrictos, muchos, acuciados por la necesidad de embotellar un número determinado de unidades, habrán sido más permisivos, dirigiendo a la crianza vinos que en otras circunstancias habrían sido comercializados como jóvenes. O no habrían sido embotellados. Así las cosas, estamos viendo proliferar tintos jóvenes bastante mediocres. Hay que recordar que la cosecha 2001 fue bastante mejor y tal vez gane en la comparación, aunque haya pasado un año.

Si el panorama se enrarece en los tintos jóvenes, en los rosados ya es para echar el cierre. O poco menos. La mayor parte de las bodegas dedican a los rosados lo que no sirve para tinto: los frutos de las viñas más jóvenes (así y no de otra forma nacieron los rosados de Cabernet Sauvignon y de Merlot, o si no de qué, que diría el castizo) o de las más productivas, las mezclas de uvas blancas y tintas y, a veces, los racimos menos sanos. En un año como el 2002 el cubo del rosado ha recibido uvas y vinos que en otras circunstancias seguramente habría ido a las envasadoras de vino en cartón o directamente a destilar. El problema es que el rosado aguanta peor el paso del tiempo (digan lo que digan los franceses de Tavel) y, además, los de alta calidad son muy pocos. En los rosados, y en general en todo lo que tiene que ver con los vinos jóvenes, hay que ser fiel a los que tienen marcas consolidadas y prestigiosas en ese capítulo. No es una cuestión de fama, sino de garantías: los que se han ganado un prestigio con un determinado tipo de vino no se arriesgan a elaborarlo con los desechos de tientas.

Ésta puede ser una buena ocasión para abrir la gama de posibilidades que ofrecen los vinos jóvenes. Hay vinos en el mercado de una cosecha de calidad que pueden haber evolucionado muy bien si se han conservado como corresponde. Algunos de ellos, como ciertos albariños, son embotellados tarde precisamente para que alcancen su plenitud en el segundo año (o más; hay que probar Do Ferreiro, en sus dos versiones, Lusco o Pazo de Barrantes, entre otros, con tres o cuatro años de botella). En el vino también es mejor la juventud y hasta cierta madurez que las brusquedades y “gallos” que suelen acompañar a la adolescencia.

Fecha publicación:Agosto de 2003
Medio: Viandar