En los últimos tiempos, el vino argentino va adquiriendo un relieve que nunca tuvo entre los vinos de calidad del mundo. Productora tradicional de cantidad, la República Argentina parece apostar con decisión por la calidad y poco a poco se va engrosando una elite de “vinos finos” en los que las inversiones extranjeras, favorecidas por la crisis económica del país, están teniendo bastante que decir. Algunas firmas españolas son protagonistas de esos nuevos proyectos.

Con 209.000 hectáreas de viñedo, Argentina ocupa el puesto décimo de los países cultivadores de viñedo en el mundo. Sin embargo, en lo que se refiere a producción de vinos gana cinco puestos, situándose con sus más de 12,5 millones de hectolitros (España ronda los 41 millones) únicamente por detrás de Francia, Italia, España y Estados Unidos. Ese dato de producción, con una media de más de 6.000 litros de vino por hectárea (España tiene un rendimiento medio de unos 3.500), es ilustrativo sobre el estilo de cultivo de viñedo en Argentina y proporciona una clave sobre el vino de ese país.

Durante muchos años, las bodegas argentinas han dedicado sus esfuerzos a obtener los mayores rendimientos en sus viñas. Las principales zonas productoras, en especial Mendoza, que elabora las tres cuartas partes del vino argentino, se encuentran en lugares muy secos, pero que se aprovechan del agua que proporcionan los ríos que nacen en los Andes, dando lugar a su paso a la aparición auténticos oasis en medio del desierto. El viñedo se riega generosamente, por el sistema de inundación, como una huerta, y las viñas se protegen con redes del único peligro que las acecha en unas comarcas con unas condiciones excepcionales: las tremendas tormentas y su precipitación en forma de granizos del tamaño de un huevo de gallina.

El cultivo de la vid está concebido como una explotación frutícola, con rendimientos habituales de más de 10.000 kilos de uva por hectárea, y no con criterios enológicos de calidad. La consecuencia son vinos ligeros y con escaso carácter, en muchas ocasiones con serios desequilibrios, comercializados mayoritariamente a granel y consumidos en el propio país, especialmente en el sediento mercado del inmenso Buenos Aires y su área metropolitana, donde viven más de veinte millones de personas.

Esos han sido los vinos corrientes o vinos de mesa, para los que se construyó en el siglo XIX (se inauguró en 1885) el ferrocarril de más de mil kilómetros que une Mendoza con Buenos Aires y que supuso el fin de las penosas travesías que hacían los vinos en carretones tirados por bueyes a través de la desierta pampa. Había una serie de vinos de calidad, los “tintos finos”, casi siempre asimilados a los tintos varietales, elaborados con Cabernet Sauvignon, Merlot, Tempranillo y, sobre todo, con Malbec, variedad bordelesa introducida en Mendoza en 1861 y adoptada por el sector vitivinícola argentino que la considera la más característica del país, casi como una variedad autóctona.

En la concepción clásica, todavía muy extendida entre los propios argentinos, el vino fino es el elaborado con una sola de las variedades de uva más prestigiosas y se comercializaba tras una maduración más o menos prolongada en depósitos de hormigón; muy pocos vinos argentinos se envejecían en madera. Enfrente, la gran masa del vino corriente, elaborado con las llamadas variedades criollas, herencia de las plantadas por los españoles a partir de 1557, o producto del “corte” (mezcla) de vinos de distintos tipos de uva. Aún en la actualidad muchos argentinos arrugan la nariz cuando se habla de vinos de calidad procedentes de mezcla de variedades.

Las cosas comenzaron a cambiar en los años noventa, con la llegada de nuevos estilos de cultivo, de elaboración y de crianza. Se introdujo el riego por goteo, el acero inoxidable y los equipos de frío y la crianza en barricas de roble. Se buscó limitar la producción de las viñas para conseguir vinos de mayor consistencia y, en definitiva, se adoptaron los sistemas que imperan en las principales regiones del mundo.

Sin duda, el proceso no es ni mucho menos general y no se ha producido una revolución total en el mundo del vino argentino, pero se ha formado una elite de vinos de calidad que se van situando sin complejos en los mercados internacionales junto a las más prestigiosas regiones productoras del planeta. Por otro lado, con el fin de hacer frente con personalidad a los miles de cabernet y merlot que pugnan por buscar un hueco en los mercados internacionales, las bodegas argentinas investigan las posibilidades de “su” Malbec, a la que han extraído unas cualidades impensables hace muy pocos años.

Ese proceso se vio dificultado por la tremenda crisis económica que está asolando al país. Sin embargo, si hay que buscar un lado positivo a esa crisis, los favorables precios que tienen tanto la tierra como los costos de construcción y de explotación, han atraído a inversores de todo el mundo. Algunos de ellos han llegado con las nuevas filosofías y han contribuido por un lado a engrosar la nómina de vinos de calidad argentinos y, por otro, a servir de ejemplo para la difusión de los nuevos sistemas.

Entre esos recién llegados suenen nombres de fama internacional, como la familia Rothschild, asociada con Catena Zapata, una de las firmas más prestigiosas de Argentina, para la producción del magnífico tinto Caro, uno de los mejores (y más caros: unos 60 euros en tienda); los hermanos Lurton o el famoso y omnipresente Michel Rolland, que posee dos bodegas en Salta, la segunda de las comarcas productoras más famosas de Argentina y una de las de mayor proyección de futuro.

Algunas firmas españolas se han involucrado también en esa nueva realidad del vino argentino. Fueron pioneras las dos grandes casas del cava, Freixenet, asociada a una firma local, y Codorníu, que inauguró en 2002 su filial Bodega Séptima, además del Grupo Arco, que en 2000 fundó Bodegas Hispano Argentinas. Antes estuvo Nueva Rumasa, que, siguiendo su costumbre, compró una bodega en dificultades y la vendió poco después, tras ponerla a flote.

En 2004 ha sido el turno de O. Fournier, iniciativa del empresario burgalés José Manuel Ortega Fournier, que en marzo de este año ha inaugurado sus instalaciones en Mendoza cuando ya tenía sus vinos, el básico Urban y los excelentes A-Crux y B-Crux (ambos son “corte” de Tempranillo, Malbec y Merlot), situados pronto en la elite del tinto argentino. Este inquieto empresario, emparentado con los famosos impresores de naipes vitorianos, es nuevo en el mundo del vino pero entra con fuerza: pronto inaugurará su bodega en la Ribera del Duero, ha elaborado vino en Rioja en la última cosecha y explora la posibilidad de instalarse también en Chile.

Seguirá sus pasos el grupo La Navarra, que ha elaborado en 2004 su primera cosecha argentina a partir de un viejo viñedo plantado en vaso (de los pocos que subsisten en Mendoza) y tal vez algún otro, como el Grupo Yllera, que estudia la posibilidad de instalarse en Mendoza. Hay que prestar atención a Argentina, uno de los países emergentes del Nuevo Mundo en el terreno de los vinos de calidad en los próximos años.

Fecha publicación:Abril de 2004
Medio: El Trasnocho del Proensa