Luz, color, movimiento. Y el pecado. Henri Marie de Toulouse-Lautrec fue un provocador si querer asumir el papel de enfant terrible. Quemó su vida en locales de mala reputación mientras creaba un retrato espectacular de la noche de Paris. Una referencia luminosa frente a un puritanismo que vuelve, seguramente porque nunca se fue.



En los años del paso del siglo XIX al XX, en la belle-époque, la figura deforme de Henri de Toulouse-Lautrec, formaba parte del paisaje de la noche parisina. Fue tiempo de varietés, can-can, cabarés y locales de mala nota, absenta y champán rosado, de libertinaje y doble moral, con potentados de nombres sonoros que hacán pública ostentación de pionono por el día y se transformaban en sátiros por la noche. Nada que no sepamos y que no haya llegado hasta la actual época de kikos y sectas religiosas liberticidas, bien mezcladas con el pago de putas con tarjeta black. Y con el nuevo puritanismo que acecha, envuelto de sedas de buenismo y hasta de feminismo.

Toulouse-Lautrec puso imagen a toda una época de noches bulliciosas, de hedonismo abierto, expuesto sin tapujos ni malas conciencias y hasta con cierta ostentación, que se fundió de forma abrupta en el sangriento crisol de la Gran Guerra. El efímero renacer de los llamados felices años veinte, en los que se fraguaba un nuevo drama de dimensiones planetarias, no fue otra cosa que el canto del cisne de toda una forma de vivir de un segmento bien definido de la sociedad.

En los primeros meses de este año y hasta mayo, con entrada gratuita, se ha expuesto en Madrid una colección de obras de Henri Toulouse-Lautrec, especialmente carteles, y de otros pintores de su tiempo. Bajo el título de Los placeres dela belle-époque, la exposición reúne unas setenta obras en las que se plasma ese ambiente de la noche de Montmatre y de Montparnasse, los barrios parisinos favoritos de la bohemia europea del cambio del siglo XIX al XX. Una colección completada con carteles publicitarios de diferentes productos de consumo.

Tal vez por mantener la exposición en los límites de lo políticamente correcto (el nuevo puritanismo, no se pierda de vista), en la exposición se obvia el consumo de alcohol, uno de los placeres con los que el genial pintor de las noches parisinas aderezaba su arte. Sólo en dos de las obras expuestas aparece, como por accidente, el consumo de alguna bebida, uno dedicado al Café Irlandés y americano de la rue Royale y el cartel publicitario de la novela La Reina de la Alegría, del polaco Víctor Dobrsky. Una novela, por cierto, enfrentada a la doble moral y a un doble intento de censura: cuenta la historia de los amores pecaminosos de un potentado y una artista; un tal Alphonse de Rothschild, banquero, que era citado en la novela, movió toda su influencia para intentar, sin éxito, evitar que se publicara el relato y que se expusiera el cartel.

Cronista de la noche

Con esa omisión de las cosas del beber se traiciona el carácter del propio Toulouse-Lautrec, que hubo de ser hospitalizado para recibir una cura a su adicción y murió alcoholizado y que plasmó el consumo de bebidas, incluso inmoderado, en algunas de sus obras más famosas. Ese contraste se plasma en su pintura: llenos de luz y fiesta los carteles con los que se anunciaban los numerosos teatros que abrían sus puertas en el Paris de hace un siglo; sórdidos los del otro lado, retratos de seres degradados y de petimetres elegantes y adinerados que poblaban, como él mismo, las sombras de los cabarés y de los burdeles parisinos.

Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901) nació en el seno de una familia aristocrática de Albi, al sur de Francia. Siendo adolescente sufrió la rotura de las dos piernas y, tal vez por un mal genético, los huesos soldaron mal por lo que ambas dejaron de crecer. El joven deforme se dedicó a su gran afición, el dibujo y la pintura. Fue compañero de estudios de van Gogh y, ya trasladado a Paris, vecino de Degas y amigo de Gauguin. Encuadrado en el movimiento posimpresionista (o neoimpresionismo), fue el pintor de la noche parisina.

Durante un tiempo, prácticamente vivía en el Bar Irlandés y americano, de la rue Royale, y frecuentó todo tipo de cafés, cabarés, prostíbulos, teatros y otros antros de perdición. Tuvo especial relación con el legendario Le Moulin Rouge, para el que pintó toda una serie de carteles en los que se anunciaban las artistas punteras del momento: Jane Avril, Yvette Guilbert y sobre todo Louise Weber, La Goulue, con la que al parecer mantuvo una relación amorosa.

En los tugurios nocturnos encontró escapismo para la depresión por su deformidad, motivos para explotar su sentido del humor e inspiración para su pintura, centrada en las personas y en la que plasma los dos rostros. Por un lado, el colorista del espectáculo, preferiblemente con protagonismo figuras en movimiento; por otro, pinturas de tinte más dramático, personajes que reflejan en ocasiones los estragos de los excesos.

 

Fino gourmet

Toulouse-Lautrec anduvo siempre en territorios cercanos al escándalo. Pintó a sus amigos, teatros, circos, bailarinas, caballos (otro de sus temas recurrentes), carteles publicitarios de diversos productos, salones y jardines con gentes bailando y fiestas, pero también burdeles (como la amplia serie sobre el Salon de la Rue de Moulins) y prostitutas, desnudos y amores, incluso amores lésbicos, toda una provocación, incluso en el disoluto Paris de hace cien años.

Durante toda su vida consumió bebidas alcohólicas de forma compulsiva, lo que finalmente le llevó a la muerte, pero era también un fino gourmet y parece que hacía sus pinitos en la cocina, incluida alguna receta creativa de su invención, además de ser un buen catador.

Al parecer era famosa en su círculo de amistades su preparación de la langosta a la americana o del gigot (pierna de cordero) asado, además de crear platos como los garbanzos con espinacas o las ciruelas al ron o inventos extravagantes, como los saltamontes a la parrilla con sal y pimienta. Ilustró un libro de cocina, La cocina del señor Momo, de Maurice Loyant, del que se imprimieron en 1930 sólo cien ejemplares. Fue reeditado en 1966 con el título de El arte de la cocina.

En el capítulo de bebidas no ofrecía resistencia a ninguna. Parece que prefería el brandy pero también frecuentaba la absenta, tan querida por la bohème, y el champán. Probablemente asistió al nacimiento del champán rosado, que se vendía sobre todo en lo cales nocturnos, donde no se percibiera el tono coloreado del vino, debido a un error en la elaboración de vino blanco con uvas negras.

En la mesa no había coto para los vinos de alta calidad. No era el pintor pobre de la imagen manida y su fortuna le permitía hacer ciertos dispendios y acumular conocimientos de depurado catador. Se le atribuye la descripción del vino que “hace en la garganta el mismo efecto que la caricia de una pluma de pavo real”, que reservaba a los vinos de la mejor calidad.

 

MNÑ

Publicado en PlanetAVino nº 78, abril de 2018