Del barro has salido y al barro volverás. Los envases de terracota son tal vez el primer envase vinario, fuera para elaborar fuera para guardar, y es también el último grito de una cierta modernidad. Las facciones radicales en el ecologismo y similares se abrazan con entusiasmo a ánforas y tinajas de barro, tal vez el envase más natural.

Texto: Enrique Calduch

Dicen que Yahvé, cuando terminó la Creación, cogió barro, lo moldeó a su imagen y semejanza, sopló dándole vida y apareció el primer hombre. Según el Génesis ¿hay algo más natural que el barro de donde procedemos? Millones de años después, en tierras manchegas o del sur, donde escaseaban los bosques y se hacían las casas de adobe, los viticultores elaboraban y guardaban su vino utilizando el material que tenían a mano, es decir el barro cocido que hacían los alfareros. ¿Hay algo más natural? Griegos y romanos, mucho antes, usaban el barro para trasportar guardar y almacenar vino, aceite, garum… y a esas vasijas les llamaron ánforas, y se caracterizaban porque contaban con asas. Lo más lógico y natural.

En la actualidad, tanto en Europa como en el conjunto de España, se está investigando con nuevos recipientes o envases de las dimensiones que sean, que puedan servir para fermentar el vino, o para criarlo y guardarlo, y que representen una alternativa al acero inoxidable y a la barrica o tina de roble. El acero inoxidable es demasiado aséptico, se dice, no interactúa con el exterior, es poco natural. Lo mismo le ocurre al cemento o al hormigón que tampoco es muy natural. La madera sí lo es, pero tiene el problema de que traspasa aromas y sabores al vino, y muchos sostienen que eso evita que se trasmitan las esencias de terroir, que es lo que andan buscando.

La arcilla mezclada con agua, moldeada por un alfarero y cocida en un horno es lo más natural que existe; así que ya tenemos un primer grupo de entusiastas de estos recipientes, la alegre tropa de los nuevos elaboradores de vinos llamados naturales, enemigos del sulfuroso, el ala radical de ecológicos y biodinámicas; que han adoptado el barro de forma muy ideológica.

Dicen que elaboran en ánforas, aunque no sea verdad porque las ánforas tienen asas; pero queda muy bonito, muy antiguo, muy romano y además suena muy bien para la exportación. A los norteamericanos les encanta.

Nuevas y viejas vasijas

Luego hay otro grupo. No son enemigos del sulfuroso, también quieren evitar que la madera, en determinados casos o en determinados pagos, oculte las virtudes del terroir, no hacen ascos a lo ecológico y biodinámico, pero depende. En ese sector están investigando con todo tipo de materiales que puedan mejorar su vino. El hormigón y el cemento es lo que está más de moda, nadie se desprende de la madera; pero también están investigando el barro, más vitrificado o menos, para desarrollar crianzas menos invasivas y dar a cada vino su toque.

Y por último existiría un tercer grupo, los que en sus instalaciones o en sus viejas bodegas han mantenido las antiguas tinajas en las que elaboraban sus abuelos y que, a la luz de la nueva moda, o los nuevos acontecimientos, están pensando si les pueden dar una utilidad positiva y se han lanzado a hacer pruebas. Estos últimos dos grupos son los que más interesan.

“Llevo seis años, desde 2010, trabajando con tinajas de barro, explica Sara Pérez, enóloga de familia de enólogos, propietaria de la firma Venus La Universal, situada en Montsant. Estamos estudiando su utilización, viendo con qué vinos puede quedar mejor, explica Pérez. Piensa que si tardamos muchos años en entender las barricas, ahora también tardaremos en conocer mejor los efectos del barro en el vino”.

Sara está en contacto con el alfarero del cercano pueblo de Miravet para que haga las cosas según sus gustos o sus investigaciones. “Hacemos tinajas o ánforas con las dimensiones de las barricas, de 220 a 250 litros, y luego influyen muchos factores, como del tipo de arcilla y de su cantidad en relación con el limo con la que se mezcla, que la hace más maleable o menos. Pero no es sólo eso: depende de la cocción, a más de 1.000 grados resulta más poroso el barro; por debajo, menos. Pero hay más, lo puedes vitrificar, pintar por dentro de tartratos, ponerle ceras…”

Sara Pérez sostiene que las vasijas que más le gustan son las que respiran, pero no demasiado, y las asocia a una barrica nueva. “Es una herramienta más que acompaña el vino y que queremos utilizar, comenta. Tengo una parcela de Garnacha que la barrica me la tira para abajo; mientras que el barro le da una mejor expresión”. Clos Martinet, vino mítico de su familia, tiene una buena parte en barro. Pero por otro lado hay vinos que lo que quieren es madera.

Con reparos

La enóloga reconoce que es un camino que no sabe muy bien a dónde conduce, pero que seguirá en él, porque le ve muchas posibilidades, y comenta que desde hace un par de años están recibiendo continuas visitas de otros elaboradores y bodegueros para ver cómo trabajan.

Algo parecido le pasó a Ricard Rofes, el enólogo de Scala Dei, en Priorato. “En 2013 empecé a mirar lo del barro porque aquí en Cataluña se está extendiendo por todas partes, es como si fuera una moda, comenta, y no quería quedarme al margen. Así que decidí hacer una prueba. Cogí el mismo vino, bueno además, y decidí criarlo de cuatro maneras distintas. En primer lugar con cemento, el segundo en un fudre de 1.400 litros, el tercero en una barrica de 600 litros; y por último en dos tinajas de 170 litros hecha de arcilla. La idea era hacer una crianza de 14 meses y ver luego lo que pasaba”.

Ricard se pone manos a la obra. El alfarero que le hace las tinajas le pregunta qué uva iba a utilizar, y él le contesta que Garnacha. El alfarero le explica entonces que la arcilla es mucho más porosa que la madera, que el proceso oxidativo sería mucho más rápido y con seis meses tendría de sobra. Ricard, entonces para frenar esa velocidad de oxidación, construye un gran cajón de madera para cubrirlas y luego el espacio sobrante lo rellena de arcilla, es decir las entierra. Pasados los 14 meses saca el vino y mira los resultados.

“La crianza en arcilla es extrema, el vino sabe a tierra, es como un botijo, explica Rofes. Si la idea es no esconder el vino detrás de la madera, aquí lo estás escondiendo detrás del barro. Además al ser tan poroso la tierra que pusimos fue chupando el vino ¡Se bebió más que yo en un año!, añade con sorna. Lo que mas me gustó es el cemento, que no interfiere y trasmite lo mejor de la uva al vino”.

El enólogo utilizó un entre un dos y un tres por ciento del vino de las vasijas de barro para el coupage final. “Aquí sí que da un buen resultado, explica, así que yo las utilizo para envejecer y mezclar luego, pero hay que tener cuidado con la porosidad, porque si le pones un vitrificado a la vasija, ya sería como el acero inoxidable.”

A Ricard, por tanto, el barro no le convence demasiado aunque utilice algo. “Los que están entusiastas son los de la moda de los vinos naturales, que han dado con su material perfecto, comenta. Aquí todo vale. Ves el vino turbio, pero como es natural no pasa nada. Huele mal, pero bueno, es que es natural. Con el barro yo me andaría con tiento, es poroso, es difícil de limpiar, y sin utilizar sulfuroso es ideal para desarrollar las brettanomyces”. Termina con una reflexión: “En el mundo del vino se va tan rápido que piensan que es un conocimiento nuevo, cuando hace 100 años la gente elaboraba en vasija y sabía hacerlo perfectamente”.

A pie de viña

Eso mismo piensa Ramón Roqueta, de Bodegas Abadal, en la DO Pla de Bages. En esa tierra la producción de vino creció de forma enloquecida a raíz de la filoxera en Francia. A finales del siglo XIX y principios del XX, aquello era un mar de viñedo para producir vino que se vendía con extraordinaria facilidad en el país vecino. Y de aquella época proceden las docenas de tinas de cerámica repartidas por los viñedos en las que directamente se fermentaba el vino, en pleno campo, sin necesidad de llevar las uvas a las bodegas.

La DO Pla de Bages, organiza excursiones para verlas como una muestra más de una especie de antropología vinícola; pero Roqueta ha decidido elaborar vino en una de ellas para probar qué resultados da en la actualidad.

“La verdad es que me ha sorprendido muy positivamente, comenta. Empezamos haciendo esto como una manera de recuperar nuestra historia vinícola, pero luego lo miramos científicamente y nos quedamos muy sorprendidos. Las tinas mantienen muy bien la temperatura, una oxidación razonable y al ser poroso el vino está en contacto con el entorno. Esto es lo que más nos gusta, continúa; el vino respira el entorno, es una experiencia biodinámica fruto de la Naturaleza. Esto que antes era viñedo ahora es bosque y, curiosamente, el vino saca aromas balsámicos, y creo que no es por casualidad. Y es que respiran el mismo aire tanto el vino, como las uvas”.

En las tinas de cerámica mantienen el vino cinco semanas con sus pieles, hacen tres o cuatro descubados distintos antes de llevarlo a la bodega. Una parte va a tinajas de cerámica, otra a acero y otra a madera. “Utilizamos las tinajas para las elaboraciones con las variedades Sumoll y Mandó; pero con la Cariñena no lo vemos, lo mismo que con otras variedades robustas. Con la Garnacha Blanca estamos haciendo pruebas”, añade Ramón Roqueta.

Las tinajas manchegas

En la vieja bodega familiar de La Plazuela, en el centro de Dos Barrios, en Toledo, Gonzalo Rodriguez, copropietario de Bodegas Mas que Vinos, antes conocida como Bodegas Ercavio, una de las firmas más pujantes y de mayor calidad de toda La Mancha, cuenta con docenas de tinajas de las de toda la vida. Están allí desde 1851, de cuando se fundó la bodega, lo mismo que en otras muchas otras casas manchegas.

“Yo utilizo mucho la tinaja, sobre todo para mi vino emblemático, La Plazuela, explica Gonzalo. Lo del barro se ha puesto de moda, una moda que mueven italianos y franceses, que está prendiendo en todas partes, pero que para nosotros no es ninguna novedad. Nos revenden lo que ya tenemos. Utilizo dos tinajas de 5.000 y de 3.000 litros, hechas a mediados del siglo XIX. Primero hay que limpiarlas bien y luego durante mucho tiempo envinarlas, con vinos de segunda, que luego se venden o se llevan a quemar, antes de poner el vino que tu quieres. El envinado es fundamental”.

Gonzalo Rodríguez utiliza todos los materiales para hacer su vino. La fermentación la realiza en acero inoxidable, que considera lo mejor; luego pasa a crianza en tinajas, que, como produce más oxidación, hay que controlar mucho. Cuando empieza el calor traslada el vino a conos de cemento para evitar que se evapore. En total el vino está entre los dos materiales casi un año. Luego pasa a barrica de roble francés donde permanecerá unos 12 meses más, y por último vuelve a la tinaja hasta que se embotella.

“Es probable que en algún momento tenga un ligero recuerdo de barro, de botijo; pero quiero darle con ello un tono zonal, que se reconozca como vino de esta tierra a través de la tinaja, explica el enólogo. Cada espacio tiene sus características, y yo nunca he visto barro en Rioja, continúa Rodríguez”, que asesora a muchas bodegas en esa denominación de origen.

Como a Ricard Rofes, de Scala Dei, lo que más le gusta es el cemento y piensa que la combinación con el barro es muy buena. “Poco a poco voy sustituyendo el tiempo que debe pasar el vino en botellero antes de sacarlo al mercado, por permanencia en cemento y barro”, comenta; y le parece bien que a la tinaja de toda la vida le llamen ahora ánfora. “A los americanos les gusta, dice; y si es bueno para la exportación, pues estupendo”.

Barro enterrado

De alguna manera el pionero de la elaboración en tinaja en tiempos modernos es Pablo Calatayud, de la bodega valenciana Celler del Roure. En 2006 tuvo que aumentar su producción y compró una finca que tenía dentro una vieja bodega subterránea. Con galerías situadas a tres niveles, la más antigua de unos 300 años, encontró 97 tinajas perfectamente enterradas y empotradas bajo la tierra.

“Me quedé impresionado, aquello era una joya, comenta Calatayud, y lo primero que pensé fue en hacer un museo; pero en 2008 decidí probar a hacer vino. Había tinajas pequeñas, de 600 litros, y grandes, de 2.800. Cogimos una pequeña, porque tenía miedo de que se me estropeara el vino, la limpiamos bien, la llenamos, y a ver. Al poco tiempo, añade, ya nos dimos cuenta de que todo iba a salir bien, el vino estaba evolucionando, haciendo su crianza, sólo que sin madera”.

El éxito de la prueba le anima a hacer más, a probar con diferentes variedades y comparar con la madera. Habla con otros colegas y mantiene un contacto fluido con Sara Pérez, que como hemos visto es muy partidaria. “Para mi es más sencilla de trabajar la madera, comenta Calatayud, con el cierre de las tinajas tenemos problemas e inventamos un sistema siempre lleno para que cierren herméticamente.”

Peor otra parte, prosigue, hemos probado con diferentes variedades. Hemos visto con la Mandó que si la metes en barrica te la cargas mientras que en tinaja tiene una crianza excelente y sale el vino que buscas. Al contrario, también; la Cabernet Sauvignon no vale para tinaja, necesita madera. Ahora estamos probando con un blanco, y la tinaja es lo mejor porque mantiene el vino fresco, mientras que la madera lo cansa”.

De momento en Maduresa, su vino emblemático, ya hay un cierto paso por tinaja; mientras que Parotet, su vino a base de Mandó y Monastrell, se hace con 14 meses de crianza en barro. La idea de Pablo Calatayud es abrir otra vía en sus elaboraciones con un proyecto cien por cien autóctono. Ha rescatado un viejo lagar donde se pisaban las uvas y está construyendo otro. Luego utilizará las variedades autóctonas y las tinajas. “Vamos a hacer vinos a la antigua, explica. No pretendemos inventar nada, sino hacer lo que se hacía hace cien años. Darle una oportunidad, un respeto a la historia”.

Es indudable que las actividades de este grupo de enólogos y bodegueros con los que se ha hablado, que están volviendo al barro y a la tinaja, son un avance en el camino de hacer vinos buenos; pero lo más gracioso de todo es que se está volviendo a los orígenes y descubriendo la pólvora. Todo tiene su lógica. Hace cien años o más, infinidad de viticultores sabían que había determinadas fases de la luna en que era conveniente plantar, recoger o podar, aunque si alguien se acercaba y los tachaba de biodinámicos igual se llevaba un garrotazo.

Cada zona tiene su clima y por tanto sus variedades autóctonas que se han adaptado, que han resistido. En zonas boscosas, generalmente más frías, la madera se adaptaría a las variedades con las que se trabajaba. En zonas más cálidas lo mismo, sólo que con barro que es lo que ofrecía el entorno. Es decir, directamente lo que está redescubriendo y aplicando gente como Pablo Calatayud. Y todo natural, claro; aunque eso sí, si hace cien años alguien se acerca a un viticultor de La Mancha que utiliza Airén y tinajas para felicitarle por los natural que es, igual no lo entiende y lanza otro garrotazo.

El saber no ocupa lugar, y si a la elaboración en barro hay que llamarle crianza en ánfora porque el término les gusta a los compradores norteamericanos, pues se les llama ánfora y todos tan contentos.

Publicado en PlanetAVino nº 67, junio de 2016