El cerdo ofrece una amplia variedad de posibilidades en la cocina y en la mesa. Platos suaves y contundentes, grasos o livianos, de ternilla y gelatinosos o de músculo, carnes guisadas o curadas, adobadas o casi sin aderezo. Una casi interminable gama de platos que deben tener una contrapartida sensata en el acompañamiento vinícola.

El cerdo es un viejo amigo de la despensa y a lo largo de los siglos a dado lugar a una gastronomía muy desarrollada, con toda seguridad la que ofrece mayor variedad a partir de un único animal. Y eso es válido incluso si separan las dos grandes escuelas de la cocina del cerdo, la cristiana occidental y la del lejano Oriente. En uno y otro extremo, separados por la prohibición semita del consumo de cerdo, un sinfín de fórmulas coquinarias tienen como protagonista al simpático gorrino.

Mejor cabría referirse a los diversos gorrinos, ya que el asunto cambia bastante en función de la raza de la bestia. La carne pálida y más bien seca del cerdo blanco parece tener muy poco parentesco con la roja y entreverada de grasa del cerdo ibérico. Ambos suelen recibir tratamientos similares, tanto en la cocina como en la artesanía chacinera. Sin embargo, los resultados son radicalmente diferentes y también deberán ser distintos los vinos adecuados para acompañarlos. Otro tanto se puede decir de la edad del animal y hasta de la fecha en que se consume.

Las de la matanza han sido a lo largo de muchos siglos fechas de gran fiesta en prácticamente toda España. Los cristianos viejos hacían alarde por serlo y los nuevos por hacerse perdonar sus antecedentes. Unos y otros tenían su cita entre los meses de noviembre y enero para dar buena cuenta del cerdo engordado durante largos meses con un alimento para el que en no pocas ocasiones competía con los propios humanos. Y es que el hombre y el cerdo son mucho más cercanos de lo que puede parecer, dicho sea sin ánimo de ofender a uno u otro.

La fiesta de la matanza se adorna con manjares específicos: el picadillo, las morcillas y la propia piel del animal se consumen en abundancia. El día es frío en esa época del año y comienza con un desayuno contundente en el que no ha de faltar el buen aguardiente. La jornada es dura, con el trabajo del propio sacrificio de la bestia, el requemado de la piel para eliminar los pelos, destripado y limpieza de intestinos, despiece y preparación de las carnes en función de su destino. A la hora de comer ya se habrá preparado el picadillo, se habrán frito torreznos y morcillas y tal vez se habrá preparado la oreja o la careta del animal. Comida contundente que precisa vino tinto vigoroso, con cuerpo y generoso en su contenido alcohólico. Como es tiempo de vino nuevo, el tinto del año puede ser una magnífica opción, con sus taninos enteros y su frescura frutal.

La carne fresca del cerdo blanco es más bien poco grasa y no demasiado potente en cuanto a sabores y aromas. Suele ser acompañada de verduras o salsas que aporten sensación de jugosidad al plato y así han nacido algunos platos que son casi universales, como el gallego lacón con grelos o el centroeuropeo codillo con sauerkraut o chucrut, según el vocablo alemán o francés, respectivamente. Son platos de sabor relativamente delicado, que van bien con vinos más suaves, de cuerpo y graduación mediana, incluso con alguna crianza en barrica. Son los vinos que van bien para las recetas sencillas, para todos los casos en los que la pieza de cerdo se cueza o se elabore ligeramente, como el caso de chuletas o filetes de lomo a la plancha.

Si se asan y se acompañan de salsas de cierta complejidad o de las clásicas salsas de cítricos, será necesario un tinto de algo más de cuerpo. El cerdo ibérico, en cambio, debe ser tratado como una carne roja. Es más graso, jugoso y sabroso y en fresco destacan algunas piezas, como el solomillo o la presa, y algunas elaboraciones, como el estofado o el asado. Requieren tintos con cuerpo y con cierta crianza, que conserven cierta tanicidad que ayude a “cortar” ese carácter graso.

Los vinos tánicos son también los indicados para algunas elaboraciones de tacto gelatinoso, como las famosas “manitas de cerdo”, elaboradas con el segmento inferior de las cuatro patas del animal. Y también con algunas piezas de cierta consistencia, como las orejas o la careta, elementos que suelen ilustrar consistentes platos de legumbres, para los que también van bien esos vinos y los tintos robustos más jóvenes.

Los tintos con envejecimiento en barrica de cuerpo medio o medio-alto y que conserven carácter frutal son los idóneos para dos platos que se elaboran con la cría del cerdo: el tostón o cochinillo asado en el horno castellano de leña y el cuchifrito, nombre que recibe en algunas comarcas el cochinillo frito con ajos. Un infanticidio que forma parte de la más profunda tradición gastronómica castellana.

Sin embargo, es en la chacinería donde tal vez alcance el cerdo su máximo esplendor gastronómico. El secular sistema de conservación de la carne ha dado lugar a todo un abanico de grandes especialidades que varían según las regiones (el clima influye grandemente en este aspecto) y que muestran también un acusado contraste en función de la raza del animal. A pesar de que el aderezo tiende a dar cierta uniformidad, hay unas diferencias notables entre las chacinas de cerdo blanco y las de cerdo ibérico.

El cerdo blanco parece más apto en todo tipo de fiambres y chacinas cocidas, como las salchichas, butifarras, longanizas blancas y similares. Son productos en general sólo ligeramente especiados que van bien con los tintos más ligeros y frescos, jóvenes o con un breve paso por la barrica de crianza.

En los embutidos curados intervienen elementos ajenos al cerdo que le dan un marcado carácter. Las especias, en especial la pimienta, son fundamentales en toda la amplia familia de los salchichones, fuets y similares. Cuidando de no morder la picante bolita de pimienta, el tinto de mediana crianza y con cierto cuerpo parece el más indicado para acompañar a estos embutidos.

El asunte se complica cuando se utiliza el pimentón, sobre todo si es picante, y más aún si interviene el humo, un elemento que se adapta mal a cualquier tipo de vino. Así se preparan los jamones y paletas (y la singular cecina, aunque no es de cerdo) de las zonas más húmedas, en los que el pimentón es imprescindible en la primera fase de la curación, cuando no se ha formado corteza en la chacina, y la curación tiene lugar en la chimenea con lo que se produce un más o menos intenso ahumado. Son chacinas que requieren la aportación de vinos rotundos y vigorosos pero con refrescante carácter frutal.

El humo, el pimentón y el picante se van reduciendo según se accede a zonas chacineras más frías y secas, donde su aportación no es tan necesaria. La excepción, evidentemente, está en toda la gama de chorizos, longanizas y morcones, tanto de cerdo blanco como de ibérico, en los que el pimentón es imprescindible y, además, es un pimentón ligeramente ahumado. Tintos potentes de crianza dan un buen complemento a la potencia sápida de esos embutidos y van muy bien con su carácter graso, sobre todo con los de cerdo ibérico. En esa misma línea habría que situar a especialidades singulares, como la sobrasada mallorquina y a otra auténtica joya, la caña de lomo, más dulce que el chorizo pero también adobada con pimentón ligeramente ahumado.

La estrella de la chacinería, el jamón, y su hermana menor, la paleta, son también los más acomodaticios en cuanto al vino a tomar. Son buena compañía de prácticamente cualquier tipo de vino, incluso los blancos secos siempre que no sean de variedades demasiado aromáticas que entorpezcan los aromas del jamón. En este caso sí que las diferencias entre el cerdo blanco y el ibérico son radicales, hasta el punto de que se diría que pertenecen a distintas especies animales.

Una gran alternativa para todo tipo de chacinas e incluso para guisos con carne de cerdo, son los vinos generosos clásicos andaluces. Finos, manzanillas, amontillados y olorosos, siempre secos, acompañan perfectamente con sus potentes fragancias y rotundidad de sabores a los aromas, sabores y texturas de las preparaciones con cerdo. Los más delicados, finos y manzanillas, son perfectos con jamón y paleta de ibérico y con las mejores piezas de cerdo blanco, curadas al natural en las zonas más frías de las Alpujarras, de Teruel o del sistema Ibérico. Incluso acompañan con garantías a las cañas de lomo siempre que no tengan demasiado pimentón. También son buena alternativa para el grupo de los salchichones e incluso para los embutidos cocidos, como la butifarra, o los que se preparan a la brasa, como las salchichas frescas.

Cuando aparece el pimentón, se requieren vinos más contundentes en la boca y en sus aromas. El chorizo y el morcón, así como las morcillas más especiadas, constituyen territorios aromáticos y sápidos en los que se desenvuelven mejor los amontillados y los olorosos. Los últimos, además, son los que se enfrentan con mayores garantías a los ahumados y a los poderosos embutidos del pariente más rústico del cerdo, el jabalí. Su cuerpo y potencia hacen a los olorosos secos adecuados incluso con guisos y estofados de cerdo ibérico. Toda una gama de posibilidades de unos vinos muy poco conocidos que en esto del maridaje pueden resolver importantes problemas. Incluso los que plantean las especiadas y fuertes preparaciones del cerdo en las culturas orientales y en amplias zonas de América y del Pacífico.

Fecha publicación:Enero de 2002
Medio: Viandar