“Necesito que ustedes no me tomen nunca completamente en serio. Ni completamente en serio ni completamente en broma.”

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La cita pertenece a Julio Camba, periodista y escritor gallego, autor de La casa de Lúculo, considerado como el punto de partida del periodismo gastronómico hispano, de cuyo nacimiento se cumplían 129 años el pasado 16 de diciembre. Un día antes, nos dejaba Joaquín Merino, uno de los periodistas señeros de la crítica gastronómica, que podría suscribir al cien por cien esas palabras, escritas por Camba hace casi un siglo.

Joaquín Merino compartía con Camba una cierta forma de hacer periodismo definida por el humor omnipresente, sazonado con apuntes de un poco disimulado cinismo, que no ocultaba ni el rigor informativo ni la consistencia en los conocimientos ni, desde luego, la punta en la crítica despiadada cuando fuera menester.

Compartían también un carácter de ciudadanos del mundo que emanaba de haber recorrido casi cada rincón del orbe, lo que no empañaba en absoluto el amor profundo por Galicia, que Merino hacía compatible con el que sentía por Madrid; en ambos casos, demostrados los cariños con puyas inmisericordes contra las trapacerías de sus ediles. En el caso de Merino la querencia gallega fue favorecida seguramente por el influjo de su “pari”, Mercedes Pérez, heroica gallega fundamental para resistir los embates de una vida que por momentos fue poco generosa con el matrimonio. Merino vivía siempre con un pie en tierras gallegas, a pesar de los disgustos con algunos personajes o con algunos episodios. Con motivo del desastre del Prestige y el chapapote, me encontré con él durante uno de sus largos paseos por las inmediaciones del estadio Bernabéu y compartió su pesimismo: “con esto van a terminar de joder Galicia y yo me moriré o no volveré por allí”.

Los títulos le definían como licenciado en Derecho y traductor, pero era periodista de pelo en pecho. Hombre de radio y esporádicamente de televisión, además de escribir, como Camba, en todo medio escrito que se pusiera a tiro, era autor de dos decenas de libros, de viajes (como los celebrados “Londres para turistas pobres”, “Londres para turistas ricos” o el singular “Londres para pecadores”), ensayos (“La edad no es cosa de años”) y de ficción (“El hombre invisible”, “Secundino”). Alguno quedó sin publicar y andará por algún rincón de su casa de Chamartín. Como el que pergeñó durante su convalecencia de una intervención cardíaca, en 1992, cuando estaba postrado e indefenso y, él, que nunca fumó, tuvo que soportar las regañinas del personal sanitario que achacaba al inexistente vicio del tabaco los males de su “patata” maltrecha.

En sus tareas periodísticas fue maestro en la información de viajes, sobre todo en unas descripciones radiofónicas insuperables, especialista en música y en músicos y en esa información seria sobre la farándula, tan distante de la ñoñería de ciertas revistas clásicas del corazón como de la insolencia y el ruido de la presunta información de los programas de televisión actuales. Imprimió un estilo único e inimitable pero dejó no pocos “hijos” profesionales en los que aflora con facilidad la admiración profesional y el cariño personal hacia el maestro.
En el mundo de la gastronomía formó parte importante de lo que puede ser definido como “los cambas”, toda una generación de periodistas que crearon la crítica gastronómica española en los años setenta. Nombres como Néstor Luján, Víctor de la Serna-Fernado Point y después su viuda, Nines Arenillas, los hermanos Xavier y Eugenio Domingo, Luis Bettónica, Jorge Víctor Sueiro, Francisco López Canís, Gonzalo Sol, José Ángel Cortés, María Jesús Gil de Antuñano, Antonio Vergara y Mario Hernández Bueno, entre otros, confluyeron desde distintos sectores de la prensa para tomar el testigo de los Camba y Cunqueiro y llevar al papel impreso de forma continuada la información sobre las cosas del comer.

Merino tuvo un lugar destacado en ese sector de la llamada prensa gastronómica, donde firmaba con frecuencia como El Príncipe. Un alias que venía de su costumbre de dar tal título a todo el mundo y que, según confesaba, venía de su facilidad innata para olvidar los nombres; en lugar del nombre plantaba el principesco apelativo y finalmente acabó haciéndolo extensivo a todos, olvidados o no, hasta que se lo aplicó a sí mismo.

El Principe Joaquín Merino nació en Madrid el 6 de mayo de 1927 y nos dejó el 15 de diciembre de 2011, también en la capital.

Andrés Proensa