Vivimos tiempos de cambios profundos pero sutiles, tiempos peligrosos en los que, casi sin notarlo, vamos sintiendo que se recortan logros y se endurecen actitudes. El poder, que va adquiriendo los tintes que Kafka dibujó de forma magistral en El Castillo, se aleja cada vez más del suelo y ve a los bichitos que lo habitamos como seres de reacciones incomprensibles a los que hay que manejar con mano dura para que no se salgan del carril previamente establecido. Como los diferentes medios de influencia son insuficientes para dirigir el rebaño, nos presentan a la estaca como el único medio de enderezar al que se desvía de la norma.

La estaca se impone sobre la razón como medio de disuasión en todos los ámbitos. Los fumadores, una nueva casta inferior, están contra la pared mientras los autobuses municipales nos llenan los pulmones de un humo aún más desagradable e igual de pernicioso. Ahora es el turno de los consumidores de bebidas alcohólicas, sin discriminación de su grado de consumo, de su actitud ante esas bebidas o de la naturaleza de las propias bebidas. Es el empeño de salvarnos de nosotros mismos a nuestra costa y, si es necesario, a base de jarabe de palo. Es el imperio de la estaca.

El vino está desde hace tiempo en el punto de mira de la estaca. Metido en el mismo saco que las bebidas de alta graduación, que el tabaco y que las drogas, el vino sufre las campañas de descrédito en las que es utilizado como símbolo de todos los males del alcoholismo (que, sin duda, existen) mientras se omiten las ventajas de su consumo moderado, su naturaleza como elemento estrechamente ligado a nuestra cultura o sus cualidades nutritivas.

Los responsables de la llamada “ley del botellón” han incidido en esos aspectos negativos, respaldada en las consecuencias perniciosas más negativas y llamativas del consumo de bebidas alcohólicas: las molestias para los vecinos, la suciedad y el ruido que genera el consumo en grandes grupos en la vía pública, su influencia en los accidentes de circulación, etcétera. Pero en lugar de atacar el problema en su raíz, de emprender campañas informativas realmente importantes, la única propuesta es la estaca: la prohibición, la multa, la persecución.

La fórmula de la estaca se ha revelado ineficaz a lo largo del tiempo en muchas ocasiones. La famosa Ley Seca de los Estados Unidos en los años veinte no supuso una disminución apreciable de los hábitos de consumo de bebidas alcohólicas, pero sí disminuyeron los mecanismos de control de la calidad de esas bebidas y fomentó la proliferación de organizaciones delictivas dedicadas al contrabando de esas bebidas, al mismo tiempo que restaba al erario público la recaudación de importantes sumas de dinero de los impuestos que gravan esos productos. Algo muy parecido a lo que está ocurriendo ahora mismo con las diferentes sustancias y productos agrupados bajo el epígrafe de drogas.

La acción de la estaca suele provocar una reacción contraria a la deseada. La prohibición y persecución de determinados productos confiere a su consumo un cierto halo de aventura, del atractivo de lo prohibido. Algo que forma parte de la naturaleza humana desde que, según el mito bíblico, Adán y Eva probaron la famosa manzana y el jefe, el amo de la estaca por antonomasia, nos castigó a todos sus descendientes hasta el fin de los tiempos. ¿Serán las prohibiciones consecuencia de algún sádico placer por la aplicación de castigos?

La llamada “ley del botellón” ha sido suavizada con respecto a lo que se anunciaba en un primer momento, en un procedimiento tan viejo como la vida misma: se amenaza con un puñetazo y así parece que la bofetada se admite mejor. Sin embargo, contiene elementos preocupantes y la inquietante sensación de que esto no ha hecho más que empezar y que el vino y las bebidas alcohólicas van a seguir el mismo camino que el tabaco en lo que se refiere a su publicidad y consumo.

No se trata únicamente de que la ley desprecie las vías de la información y de la educación, sino que tiende a cortarlas de raíz, fiando toda la solución del problema a la estaca. No se contempla siquiera la posibilidad de crear sistemas a través de los cuales se pueda informar al consumidor, real o potencial, actual o futuro, sobre los riesgos de un consumo excesivo de alcohol. En realidad, tampoco la hay suficiente sobre un consumo excesivo de huevos, de carne o de aspirinas. O de misas o telebasura.

Por otra parte, se equiparan productos de diferente naturaleza, que tienen en común el rasgo de su contenido alcohólico pero que implican diferentes pautas de consumo. El consumo de vino de calidad debe ser discriminado porque no es el que da problemas. El vino en general es poco eficaz en el ámbito del “botellón” callejero por que no tiene ni la imagen de refresco de la que goza la cerveza ni suficiente riqueza alcohólica como para ser eficaz para el objetivo que, por desgracia, se persigue en el consumo de otras bebidas, que es llegar cuanto antes al “punto”. Además, el vino de calidad es muy caro para ambos objetivos.

La gran ventaja del vino es que su consumo suele implicar la compañía de alimentos, lo que atenúa en gran medida los riesgos de la ingesta de bebidas alcohólicas. Por otra parte, puede ser considerado como una bebida de viejos, si se me permite la expresión. Es una bebida que se consume en el restaurante o en casa, como parte imprescindible de un almuerzo o cena con el que se culmina un negocio o se comparte con los amigos. Implica por tanto un consumo más sereno y moderado.

El problema se acentúa porque, además, se podrían cerrar las vías de difusión de información y cultura de consumo de vinos de calidad que actualmente existen. Las limitaciones a la publicidad de bebidas alcohólicas, preludio de su prohibición, además de confundir el concepto de información publicitaria con el de incitación al consumo, podrían cortar la más importante vía de financiación de las publicaciones especializadas, que, en la medida de las fuerzas de cada uno, se han caracterizado por difundir el concepto de consumo inteligente (calidad frente a cantidad). No parece la forma más inteligente de acabar con el consumo abusivo.

Fecha publicación:Junio de 2002
Medio: El Trasnocho del Proensa