Cluny legó el canto gregoriano y el Císter optó por el vino. Y por la cerveza, la sidra, los licores, el whisky… Dos formas bien diferenciadas de alimentar el espíritu. Los monasterios cistercienses han jugado un papel protagonista en la historia de las bebidas espirituosas, aunque no son los únicos productores de vino y de otras bebidas. En España sólo dos cenobios mantienen la tradición vitivinícola, con matices, y algunos otros conservan vestigios con vistas a su financiación.

Texto: Andrés Proensa

Allá por el siglo III, cuando el cristianismo salió de las catacumbas, los fieles más radicales buscaron formas de encauzar su misticismo distintas al martirio, que había sido su origen y la tendencia en las primeras centurias tras la ejecución de su fundador. Se renunciaba al mundo y sus pompas y, así, regiones solitarias, caso emblemático del desierto de Tebaida, en Egipto, fueron frecuentadas por singulares personajes. Anacoretas, ermitaños, eremitas o ascetas dedicaban su vida a la oración, en pobreza extrema y en formas al menos pintorescas.

El primero entre los eremitas cristianos (hay figuras equivalentes en el hinduismo, el taoísmo, el budismo, el sufismo y en el judaísmo primitivo, caso de los terapeutas) se llamaba Pablo y se retiró al desierto a mediados del siglo III. Su ejemplo fue seguido por toda una galería de penitentes, entre ellos los llamados padres del desierto, que habitaban en cuevas, a la intemperie más o menos cruda (Salamanes vivía cerca del Éufrates en un agujero en el suelo, su colega Acepsimas en el hueco de un árbol), en chozas más bien precarias o en lo alto de una columna, como el personaje inolvidable de Buñuel, Simeón el estilita.

Esos ermitaños se alimentaban con limosnas o mediante la realización de trabajos manuales y vestían con sencillas túnicas o simplemente con la cobertura que les proporcionaban sus propias barbas, caso de san Onofre, que completaba esa vestimenta autosuficiente con unas hojas de parra.

Renunciaban a todo lo terrenal, a toda posesión, ornamento o signo del mundo y lo hacían como les dictaba su conciencia o su misticismo. Elegían libremente su retiro. Una extravagancia intolerable eso del libre albedrío para una institución con la acentuada tendencia a la regulación y el control que tiene la iglesia de Roma. Rápidamente se buscó la forma de encauzar tanta piedad y deseo de retiro espiritual.

Ascetas en comunidad

Se crearon los monasterios y las órdenes monásticas, que reunían a los devotos en establecimientos algo más habitables pero en los que se mantenían los votos de pobreza (con vestimentas sencillas pero más pudorosas que unas largas barbas), castidad o silencio, al que se sumaba el de obediencia. Obediencia a una línea jerárquica que llegaba hasta el mismo papa de Roma, en ocasiones de forma directa, sin intervención de la curia, y a unas normas establecidas para esa vida monacal.

Antonio Abad o Antonio de Egipto, que vivió en el país del bajo Nilo en el siglo IV, suele ser considerado como el fundador de la vida monacal, que no es otra cosa que el ascetismo descrito antes, pero vivido en comunidad y con una disciplina. Benito de Nursia, abad del monasterio de Montecasino, en el centro de Italia, puso orden al establecer, a principios del siglo VI, la Regla de San Benito, que define en todos sus aspectos la vida en la amplia red de monasterios benedictinos y marcó la pauta para otras órdenes religiosas.

La conversión de eremita a cenobita no fue, como era de esperar, total y hubo ermitaños después, incluso hasta hoy. Fue incentivada por la iglesia católica y también por los reinos cristianos, que respaldaban con generosas donaciones el establecimiento de monasterios que ayudaban a fijar población en extensas comarcas despobladas.

Un ejemplo ilustrativo de ese traslado de los habitáculos de los anacoretas a las celdas de los monasterios se da en La Rioja, en San Millán de la Cogolla, con dos sedes, Suso y Yuso. El primero fue asentamiento destacado de ermitaños en una zona en la que proliferaron los anacoretas: el propio san Millán, patrono de Castilla, que fue discípulo de san Felices de Bilibio, u otros renombrados, como san Prudencio o su maestro, san Saturio.

Ora et labora

Los establecimientos religiosos benedictinos, que fueron la mayor parte de los fundados durante la Edad Media hasta la llegada de los premostratenses en el siglo XII y de los agustinos en la centuria siguiente, tenían como referencia los 73 mandatos de la oficialmente bautizada como Recula Sancti Benedicta. Los monjes hacían votos de castidad, de obediencia, de pobreza, de silencio y de humildad y ese reglamento ordenaba todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la ración de comida o de bebida hasta el horario cotidiano, marcado por las llamadas a la oración.

La divisa benedictina es ora et labora. Los rezos, la contemplación, la lectura de los textos sagrados, la copia de los libros (cuando los copistas realizaron el trabajo minucioso de reproducción e iluminación previo a la invención de la imprenta) y los estudios místicos debían alternarse con los trabajos en las diferentes tareas del monasterio, entre ellas las que eran necesarias para el mantenimiento de la institución. Muy pronto, lo que se estableció con un objetivo de autoabastecimiento devino en ánimo de lucro.

El huerto, los frutales, el ganado y la bodega, así como los almacenes de otros productos no perecederos aportaban lo necesario para el sustento de los monjes y también para el enriquecimiento del monasterio, convertido en centro espiritual y también económico. Al mismo tiempo, se recurría a la colaboración de seglares, lo que dio lugar a la formación en las proximidades de los monasterios de poblaciones en las que habitaban esos servidores del cenobio.

El panorama colonizador se completaba con la adopción de cultivos, como la vid, el olivo o los frutales, que requieren población fijada al territorio y son resistentes a los avatares de la época. Los monasterios se situaron en zonas fronterizas, contribuyeron a poblarlas y recibieron ayudas de los reinos en los que se instalaban, lo que era un buen incentivo, además de la riqueza que eran capaces de generar.

Además, durante mucho tiempo, alojaron a las bodegas más modernas de su época. Los campesinos guardaban sus vinos en pequeñas bodegas situadas en los bajos de sus casas, los poderosos tenían bodegas de alcance, generalmente con los vinos guardados en las despensas y hasta la llegada de las primeras bodegas que pueden ser calificadas como industriales, las de la zona de Jerez, sólo los monasterios contaban con amplias bodegas subterráneas. A partir del siglo XVI se desarrollaron los barrios de las bodegas en casi todos los pueblos de Castilla; eran excavaciones realizadas en un cerro, de tamaños variables según el poder del productor, que en ocasiones (casos de Laguardia, Aranda de Duero y muchos otros) llegaron a constituir toda una ciudad debajo de la propia ciudad.

Mientras tanto, las citas de los cronistas destacan sobre todo las bodegas de los monasterios. Entre ellas destacan las referidas al cenobio catalán de Poblet y al extremeño de Guadalupe, que el italiano Andrea Navagero describía en 1525 como un edificio “muy bien labrado, con dos grandes bodegas, una para toneles y otra para tinajas”.

Los monjes tenían prohibido comerciar de forma directa y tuvieron que buscar colaboradores para dar salida a sus productos. Del mismo modo que la iglesia de Roma y su Inquisición contaban con el brazo secular para ejecutar sus designios, los monasterios tuvieron que valerse de un brazo comercial para vender el fruto obtenido de sus posesiones.

Aparecieron comerciantes encargados de vender el vino y otros productos del monasterio. Esos comerciantes y otros profesionales y artesanos libres fueron el germen de una burguesía que, sumada a la población de vasallos y trabajadores del cenobio, configuraron una estructura en la que ya se dibujaba una ciudad con todos sus elementos. La meta de toda iniciativa destinada a la colonización de tierras despobladas por guerras y plagas.

Cluny ora, Císter labora

El de atesorar riqueza fue siempre aspecto delicado en los cenobios benedictinos, entidades poderosas en todos los sentidos a pesar de que los individuos que las integraban no poseían nada personalmente. Ese poderío suscitó reacciones en contra también dentro de la propia orden, con dos reformas principales la cluniacense y la cisterciense, originadas en abadías situadas cerca de Metz y en Borgoña, respectivamente.

Los monjes de Cluny, orden fundada en 933 en la abadía de Gorze, en Lotaringia, pondrían el acento en la primera parte de la divisa benedictina, la que impone el ora. Eso incluye legados tan gratificantes como el canto gregoriano, derivado de la extrema atención que se ponía a la celebración de los diferentes ritos monacales, y también influencias de otra índole: los cluniaceneses dominaban la corte papal y fueron decisivos en la reforma gregoriana, de la que deriva el actual calendario occidental, y también en las Cruzadas.

En cierto modo por oposición a ese poder terrenal, surgió de la abadía de Notre-Dame de Molesmes en 1075. El abad de esa institución, Robert de Molesmes, nacido en Champagne, en el seno de una rica familia, propugnaba una reforma para recuperar las esencias de la regla benedictina. Las exigencias del abad dieron lugar a disensiones dentro de la comunidad y Molesmes se retiró junto a unos cuantos monjes para fundar un nuevo monasterio en un lugar pantanoso llamado La Forgeotte, cerca de Dijon.

La fundación del llamado nuevo monasterio, en 1090, marca la fecha de nacimiento de la orden del Císter, también llamada orden cisterciense y santa orden del Císter, una institución trascendental en la expansión del vino en diferentes regiones europeas.

Vino cisterciense

Los monjes de Císter, conocidos como los monjes blancos por el color de sus hábitos de lana sin teñir (sus rivales de Cluny eran los monjes negros), fueron más de la segunda parte del eslogan, la de labora. Sin olvidar la disciplina, la oración, la castidad y otros imperativos, y sin dejar de lado tampoco la influencia política y social, desarrollaron una actividad económica muy importante.

En sus estructuras rigurosamente jerarquizadas se repartían las tareas, con espacio tanto para el ora como para el labora. La primera parte era responsabilidad de los monjes que pueden ser denominados de número, mientras que los trabajos manuales los realizaba otra casta, la de los hermanos conversos, una categoría intermedia entre monje y seglar. A medida que crecía el poder económico del cenobio, éstos últimos serían sustituidos por trabajadores seglares, encuadrados en la figura del vasallaje de la sociedad medieval y siempre bajo la supervisión de un monje.

Ese poderío se materializaba, más incluso que en el caudal monetario, en lo que guardaban en sus almacenes: en el grano de sus silos, en el aceite de sus trujales y en el vino de sus bodegas.

Al menos en sus orígenes, la dieta benedictina está exenta de carne y exige el autoabastecimiento de los centros religiosos. La comida diaria incluye pan, dos clases de legumbres, hortalizas y fruta. Se bebe bastante vino, 275 centilitros para cada monje, en la comida de la tarde. Los jóvenes y los enfermos desayunaban pan mojado en vino.

Todo se producía en el propio monasterio en cantidades sobradas; el excedente se comercializaba, con excepción de las hortalizas por la imposibilidad de almacenarlas, aunque también se desarrollaría una industria conservera para aprovechar esa producción de perecederos. La pastelería buscaba gozo para los cuerpos, financiación para los monasterios y aprovechamiento de esos excedentes perecederos con productos como las frutas compotadas o escarchadas. En este capítulo caben los postres de huevo, bastante relacionados con el vino: las bodegas utilizaban las claras y entregaban las yemas al monasterio. Ese es el origen de golosinas como el tocino de cielo andaluz o las yemas que se producen en zonas vinícolas, como el Somontano, o sidreras, como Asturias.

La estrecha relación del Císter con la viña y el vino data de los primeros años de la fundación de la orden. Cuando se trasladaron a La Forgeotte, lugar inhóspito en el que las dificultades se vieron agudizadas por la enemistad de sus antiguos compañeros de Notre-Dame, recibieron el apoyo entre otros del duque de Borgoña, que donó al cenobio una viña en Meursault en los primeros años del siglo XII, poco antes de la muerte del fundador, acaecida en el año 1111. El vino se imbricó de forma decisiva en la vida cotidiana y en la economía de los monjes blancos, que a partir de entonces ampliaron sus posesiones vitícolas e incorporaron nuevas viñas, entre ellas Clos Vougeot, grand cru de Borgoña, situado en la cotizada zona de la Côte de Nuits, que cuenta con denominación de origen propia para unas 50 hectáreas de viñedo que en la actualidad están repartidas entre unos ochenta propietarios. A la llegada de la Revolución Francesa, a finales del XVIII, se estima que la orden contaba con unas diez mil hectáreas de viñedo en Borgoña.

Orden expansiva

Muy pronto, a partir de 1113, comenzó la expansión de la orden, con fundaciones en distintas regiones francesas y enseguida en Italia, en el año 1120. Ya estaba al frente del Císter Bernardo de Claraval, uno de los más insignes personajes de la orden, motivo por el que los monjes son también llamados bernardos. Participó en las intrigas políticas y fue martillo para la curia, entregada a los lujos y las pompas mundanas. Promocionó la segunda Cruzada y fue una especie de padrino en el nacimiento de la orden del Temple. También tuvo papel destacado en la llamada cruzada albigense, que se resolvió masacrando a los cátaros.

A uno de sus seguidores, Arnaldo Almaric, que estuvo en la batalla de Las Navas de Tolosa, fue abad de Poblet y luego de toda la orden, se atribuye el episodio ocurrido en la toma de la ciudad cátara de Béziers: cuando la plaza estaba a punto de caer le preguntaron cómo distinguir a los herejes de los que no lo eran; Almaric respondió: “Matadlos a todos, que dios reconocerá a los suyos”.

Al mismo tiempo, Bernardo dirigía con mano firme la orden y su crecimiento urbi et orbe, de tal modo que en muy poco tiempo había monasterios cistercienses en toda Europa, bien fueran de nueva fundación bien otros preexistentes debidamente convertidos. De su mano, el Císter alcanzó la cifra de 341 casas y superó a Cluny, que contaba con 300. Llegó a contar con alrededor de setecientos establecimientos, con mayor densidad en Borgoña y Champagne pero con presencia en todo el mundo cristiano.

En esa expansión se seguía, además de la regla y sus exigencias de castidad, obediencia, pobreza, silencio, oración y estudios místicos, la norma de conseguir ser autosuficientes en el mantenimiento de sus monjes. Sin dejar de producir excedentes, que eran como dinero en el banco para conseguir todo tipo de influencias. Se dice que en la buena salud de la orden y su energía para crecer, siempre a la sombra de los papas, tenía un papel importante el envío anual de vino de Borgoña que realizaban a los sumos pontífices de la iglesia católica.

Se dice que el Císter ama los valles para establecer sus cenobios. Debían ser adecuados para desarrollar la vida contemplativa y alejada del mundo, pero cercana a las vías de comunicación. Con los monjes cistercienses se establecían las industrias adecuadas: elaboración de cerveza, licores y vinos en función de las condiciones de la región. Donde fue posible, las laderas bajo su dominio se poblaron de viñas y los monasterios se dotaron de bodega.

El Císter está en la biografía de vinos de Beaune y de Gevrey-Chambertin, además de los alsacianos Lützel, Pairis, Baumgarten y Neuburg. También algunos de los más renombrados viñedos del Rhin y del Mosela, como Eberbach, Steinberg (considerado uno de los viñedos más antiguos de Alemania), Kiedrich, Hallgarten, Hattenheim, Rüdesheim, Lorch, Ober y Niederingelheim o Nierstein, que se beneficiaban de la exención de impuestos y circulaban libremente. Incontables los nombres vinícolas de Italia, Portugal, Hungría. Donde no había vid, se elaboraba cerveza: la industria cervecera de Escocia, Gales (Margam, Strata Florida, Llantarnam, algunas con cadena de cervecerías para la venta directa) o Escandinavia debe mucho a los monjes.

Císter hispano

La llegada de los monjes blancos a España es muy temprana y se hizo en forma casi de invasión. Además, se percibe cierta querencia por comarcas en las que es posible el cultivo de la vid, por lugares recónditos y por paisajes de inusual belleza. Hay discrepancias sobre cuál fue el cenobio inaugural de la orden en la Península Ibérica. Algunos conceden el mérito al monasterio de Fitero, fundado en 1140 como convento de monjas. Otros citan al coruñés Sobrado dos Monxes o Santa María de Sobrado, fundado en el siglo X pero que estaba abandonado a principios del XII. Y también se postula el de Santa María de Moreruela, en Zamora.

Sea como fuere, en la etapa de Bernardo, en el siglo XII, se produjo un auténtico desembarco. De esa centuria datan los monasterios de Poblet y Santes Creus, ambos en zona vinícolas catalanas, el alavés de Santa María de Barria; los emblemáticos riojanos de Valvanera, Cañas y San Millán de Yuso, dedicado a un pastor que se hizo eremita y se instaló en una cueva en la sede primera del cenobio, Suso. También el navarro Santa María de la Oliva, Veruela en Zaragoza, los castellanos de Santa María de Huerta, en Soria, San Miguel de las Dueñas (cisterciense desde el XII aunque su origen es del siglo X) y Santibáñez de Ecla, ambos en Palencia, el burgalés Santo Domingo de Silos El Antiguo, también anterior pero cisterciense desde el XII, y el emblemático monasterio de Valbuena, en plena Ribera del Duero. También adscritos al Císter son los gallegos San Clodio, en el Ribeiro, y Armenteira, en Rías Baixas. Sin olvidar el de Corias, hoy Parador de Turismo, situado en Cangas de Narcea, en la única zona vinícola de Asturias.

Hacia el sur, en la llamada Castilla La Nueva, destacan San Benito, en Talavera, Santa María La Real de Valdeiglesias, en Pelayos de la Presa (Madrid), y Monsalud, en Córcoles (Guadalajara). La llanura manchega quedó en manos de la orden de Calatrava, una suerte de filial del Císter y refugio de los templarios supervivientes. Además, cabe citar otros de órdenes más o menos afines, como de San Miguel de Xagoaza, en la actual Valdeorras, que era templario; el trapense de San Pedro de Cardeña, cerca de Burgos; y Scala Dei, que data del siglo XI y fue obra de cartujos.

Rival en cierta forma la de san Benito era la regla de san Agustín, tal vez la más antigua norma monacal de la cristiandad, que data del siglo IV y dio lugar a los premostratenses (siglo XII), titulares de dos importantes monasterios a orillas del Duero, La Vid (Burgos) y Retuerta (Valladolid). Otras ramas fueron los agustinos (siglo XIII), los dominicos o mercedarios (siglo XIII), que tanto influyeron en la colonización del imperio español, y los jerónimos (siglo XIV), titulares del extremeño monasterio de Guadalupe, en Cáceres, de gran significado en todos los sentidos y también en el vinícola.

Pioneros trapenses

Los trapenses de Scala Dei son tal vez los más destacados entre los primeros monjes vinateros hispanos. La cartuja que hoy es corazón y emblema de la DOC Priorato y da nombre a una de sus bodegas históricas, fue el centro de una importante comarca, el Priorato histórico, que incluye también la actual DO Montsant. Aquí, como en otras partes, las desamortizaciones de Mendizábal (1835) y, en menor medida, de Madoz (1855), provocó la exclaustración y el abandono del establecimiento religioso y la secularización de las viñas. La familia Peyra, una de las que compraron las antiguas posesiones de Scala Dei, mantuvo el cultivo de la vid y la elaboración de vino y en 1974 fundó la bodega, en la actualidad participada accionarialmente y gestionada por Codorníu. La cartuja, muy deteriorada, fue donada a la Generalitat, pero Scala Dei es el símbolo de la DOC Priorato y la propia escalera celestial aparece en su logotipo.

Igual suerte, exclaustración y abandono, corrió otro poderoso monasterio, el de Guadalupe. En el caso del emblemático cenobio extremeño el legado vinícola fue adoptado por los campesinos que mantuvieron el cultivo de la vid. En Guadalupe el vino se elaboraba en pitarras, envases de arcilla o de madera en los que se introducían los racimos de uva enteros, se sellaban y se dejaban en la bodega, con removidos periódicos del envase para activar la fermentación y la extracción de color. No se abrían para extraer el vino hasta principios de la primavera. Son los vinos de pitarra, muy cotizados en la comarca de Cañamero.

Pinot Noir en Poblet

El Real Monasterio de Santa María de Poblet es en sí mismo todo un capítulo de la historia del Reino de Aragón. Fue una de las primeras fundaciones cistercienses en la Península Ibérica, creado en 1149 bajo el patrocinio de Ramón Berenguer IV, que lo puso en manos de monjes de la abadía de Fontfroide, cerca de Narbona. Pronto se hizo con gran poder y hasta llegó a convertirse en banco, bordeando al menos la imposición de la regla benedictina en este sentido, cuando financió a Jaime I para que emprendiera la conquista de Valencia y Mallorca.

El cultivo de la vid formó parte de Poblet a poco que los monjes aprovecharan la vocación vitícola de la comarca, evidente por los viñedos que rodean la abadía, integrados en la DO Conca de Barberá, abundantemente señalados con el logotipo de Miguel Torres, que posee en el entorno abundante viña y también el histórico castillo de Milmanda. Poblet hace honor a su origen borgoñés tanto por la variedad predominante, Pinot Noir, como por la propia fisonomía del cenobio, un recinto amurallado en cuyo interior se cultivan nueve hectáreas de viñedo.

Un auténtico clos que retomó la actividad a partir de 1989, cuando los responsables del monasterio pusieron en manos de Codorníu la remodelación del viñedo y la elaboración de vino. El objetivo era que la venta del vino contribuyera al mantenimiento de la institución. En una primera fase, los vinos marca Abadía de Poblet se elaboraban en Raimat, bodega cercana perteneciente al grupo Codorníu. En 2000 la casa de Sant Sadurní compró la bodega del monasterio, que data de principios del siglo XX, y comenzó a elaborar allí los vinos a partir sobre todo de la viña monacal.

En 2014 se produjo un cambio radical en la filosofía de los vinos. Se reformó la bodega y se confió la enología a Ricard Rofes, que es el responsable técnico de Cellers de Scala Dei, bodega del Priorato en la que Codorníu tiene participación accionarial. El enólogo descartó las variedades tradicionales del monasterio y rompía ese lazo sentimental de Poblet con los orígenes borgoñeses de sus fundadores.

“No están tan bien adaptadas como las autóctonas, afirma Rofes. La Pinot Noir no da bien en una zona mediterránea como esta. Da bien para el cava cuando se vendimia pronto; si se espera a que madure la piel da tonos de compotas y resulta pesada. Y algo parecido ocurre con Chardonnay”. La producción del viñedo intramuros viaja a Sant Saudurní d’Anoia y se emplea en la producción de cava.

En los nuevos Abadía de Poblet, que empieza a ver la luz en los primeros meses de 2017, las uvas Macabeo, Parellada, Garrut, Garnacha y Tempranillo han desplazado a Pinot Noir y Chardonnay. Y tampoco los vinos proceden ya de las cercanías del monasterio. “Tenemos viñedo propio no muy lejos de Poblet, hacia la sierra de Prades, que es la que separa a la Conca de Barberá del Priorato. Pero hemos hecho prospecciones por toda la zona para seleccionar determinadas parcelas, a veces, como en el caso de las de Trepat, con viñas de más de 90 años”.

En la elaboración también se aplican esos criterios de modernidad que consisten en recuperar viejos estilos de trabajo. En Poblet se elabora en depósitos de cemento y en envases de madera de gran tamaño. La nueva etapa se estrena con un blanco de Macabeo y Parellada elaborado en cemento y un tinto de Trepat, Garrut y Garnacha, las dos primeras elaboradas en fudres de 4.000 litros y la Garnacha en depósito de hormigón.

Querencia por el desierto

También permanece el recuerdo de Borgoña en la bodega del monasterio de la Oliva, en Navarra, aunque de forma diferente. El cenobio navarro está situado junto a las Bardenas Reales, en una especie de homenaje a los antecesores de los monjes, los padres del desierto, o de querencia por las zonas áridas. En las Bardenas Reales la abadía cuenta con extensas propiedades alquiladas al ejército para campo de tiro.

Se produce vino pero la bodega, situada extramuros, a escasos metros de la entrada al monasterio, desde hace casi noventa años pero en 2016 se ha abierto una nueva etapa. Es llamativa la adopción de un sistema de venta mediante subasta inspirado en la de los Hospices de Beaune, que se celebra cada año desde 1859 en esa localidad borgoñesa. La idea ha sido una de las aportaciones del grupo Artadi, que se ha hecho cargo de la bodega del Monasterio de la Oliva en 2015.

Parece que en esa institución cisterciense se cultiva la vid y se elabora vino casi desde el momento de su fundación, en el siglo XII. Tras la Desamortización, fue abandonado en una época en la que contaba con unas 25 hectáreas de viñedo situadas a pocos metros del recinto monacal, más o menos la misma superficie de cultivo con la que cuenta que en la actualidad. En 1929 los monjes volvieron al monasterio y pusieron en marcha el viñedo y la bodega, pero con un matiz bien diferenciado. Aquí, como en Poblet, se ora bastante (es de suponer) pero la parte del labora, al menos en lo que toca al vino, se externaliza. Una empresa seglar se encarga de todo y paga una cuota al monasterio.

Hasta 2015 los vinos Monasterio de la Oliva no presentaban interés alguno en cuanto a calidad pero la llegada de Juan Carlos López de Lacalle y su equipo ha aportado un aire radicalmente distinto con un tinto Monasterio de la Oliva ’15 que ofrece un notable nivel de calidad a pesar de ser cosecha inaugural de la nueva etapa y de incorporar variedades foráneas (Cabernet, Merlot y Tempranillo) que no parecen muy cómodas a la sombra de las tapias del monasterio.

Recuerdos vinícolas

Poblet y La Oliva son los dos únicos monasterios que conservan, con la salvedad descrita de la externalización, la tradición vitivinícola cisterciense pero la impronta se mantiene de una u otra forma en otras abadías. Tal vez el vestigio más conocido sea el de Valdevegón, la marca de vino del monasterio de San Pedro de Cardeña, situado a pocos kilómetros de Burgos, célebre también por ser uno de los escenarios de la leyenda del Cid Campeador, figura por fortuna liberada de la explotación comercial al estar ausente de marca y etiqueta del vino. Es un caso excepcional porque este es un cenobio en el que los frailes, además de la parte del ora, atienden también a la faceta del labora.

La marca Valdevegón pertenece al monasterio y el vino, un tinto aunque en algún tiempo se han embotellado blancos y otros tipos de vino, envejece en la bodega románica del cenobio, en este caso sí, al cuidado de los monjes y novicios. Durante mucho tiempo el vino estuvo bajo la mano directa del padre Marcos Sánchez, que tenía a su cargo todo lo concerniente al Valdevegón, incluido el cobro en persona de las facturas de su venta. Después pasó a ser el abad del monasterio y delegó la responsabilidad de su querida bodega a otros monjes.

En las posesiones de este monasterio trapense, fundado probablemente en el siglo VIII, no hay viñedo ni consta que lo hubiera. El vino procede de Rioja, durante muchos años se compraba en Bodegas Berberana y el enólogo histórico de esa bodega de Cenicero, Gonzalo Ortiz, es el asesor vinícola de un tinto que tuvo una etapa de cierta fama por los años ochenta del siglo pasado. Al vino se ha unido en 2016 una reducida producción de cerveza artesanal.

El vino como recurso económico es utilizado todavía por algunas instituciones religiosas, aunque no lo elaboren. Uno de los ejemplos más recientes es el la abadía benedictina de Montserrat. La casa de la emblemática moreneta llegó a un acuerdo con el grupo Osborne y a finales de 2015 lanzó un cava brut reserva con su marca. En este caso, como en los otros descritos, el producto se comercializa en las tiendas de los monasterios y también en las redes comerciales convencionales.

Junto al nuevo cava Abadía de Montserrat cabe mencionar todo un clásico, el del monasterio carmelitano del Desierto de las Palmas, en Benicassim (Castellón). Es más famoso por los licores, marca Carmelitano (un capítulo también estrechamente ligado a la historia de los monasterios), pero también envasan vinos que no se elaboran en el entorno próximo. La bodega y la fábrica de licores se trasladaron a la villa de Benicassim a principios del siglo XX. Está explotada por una empresa privada en régimen de arrendamiento.

Monasterios seglares

La impronta vinícola quedó marcada en las piedras abaciales y en el entorno incluso después de la exclaustración provocada por las sucesivas desamortizaciones. En los edificios quedan las bodegas, a veces destinadas a otros usos. En el entorno, los viñedos o las prácticas enológicas aplicadas por los campesinos, como los pitarras de Cañamero. En otros, como en La Vid, en Burgos, el topónimo está tomado del nombre del monasterio, se corresponde con el paisaje y con la fisonomía de la población, desarrollada a partir del monasterio, fundado en el siglo XII por monjes premostratenses y hoy más famoso por el Bestiario de Juan de Austria que por la viña o el vino.

Esa misma orden, la de los premostratenses, que abrazan la regla de san Agustín, se estrenó en España al otro lado de la DO Ribera del Duero, en la fundación allá por 1146 de la mano de Sancho Ansúrez, que viajó a Paris y en lugar de darse a la vida licenciosa se había ordenado premostratense. Retuerta tenían abundantes viñedos y bien abastecida bodega pero sucumbió también a la Desamortización.

Edificios y fincas cambiaron de manos varias veces hasta que la multinacional Sandoz, luego Novartis, se hizo con la propiedad de la finca de 700 hectáreas y la ruina del cenobio, en el marco de una operación de compra de una casa de fertilizantes. A partir de 1996 plantaron un extenso viñedo de algo más de 200 hectáreas y construyeron una vanguardista bodega, situada a un par de kilómetros de la abadía para elaborar una gama de vinos que llevan el nombre de Abadía Retuerta, que no accedieron a la DO Ribera del Duero y se comercializan como Vino de la Tierra de Castilla y León. El propio monasterio fue reconstruido y convertido en muy lujoso hotel.

Un monasterio que, en cambio, sí alberga bodega, es el de San Miguel de Xagoaza, construido por los Templarios en el siglo XII, centuria en la que parece que se desarrolló una importante burbuja monacal. Está situado en O Barco de Valdeorras y fue reconstruido para convertirlo en bodega a la estela del impulso que recibió la zona por la recuperación de la variedad Godello. Los responsables de Godeval cuentan que los monjes cultivaban viña en la Edad Media y plantaron en una ladera próxima las 20 hectáreas de Godello que son con las que elaboran sus vinos desde 1986.

También en zona vinícola, el monasterio de Corias, que data del siglo XI y fue de adscripción cisterciense. Está en Cangas de Narcea, la única zona de viñas y vinos asturiana, y fue convertido en Parador de Turismo. Da nombre a una bodega que nada tiene que ver con monjes ni órdenes religiosas y que es la propietaria de las viñas que casi tocan los muros del edificio.

Hay muchos otros nombres de monasterios que tienen evocaciones vinícolas, como Valbuena, que es sede de la Fundación Edades del Hombre, la ruta casi al completo de los cenobios de La Rioja, a los que el cambio climático acercará aún más las viñas, o Veruela, en Vera del Moncayo (Zaragoza), sede del Museo del Vino de la DO Campo de Borja. Algunos otros que dan nombre a los vinos sin pasar de ser una simple marca, aunque muchos de los edificios religiosos harían una magnífica nave de barricas.

Algunas de esas marcas han alcanzado éxito considerable, caso de Abadía de San Quirce, en la Ribera del Duero, que toma el nombre de un edificio religioso que existe en la finca privada del propietario de la bodega; o, en la misma zona castellana, Hacienda Monasterio, que hace referencia al cenobio de Valbuena, a cuyo feudo perteneció la finca. El extremeño Monasterio de Tentudía, de singular etiquetado, tiene buen mercado en la exportación, mientras que los vinos oscenses monasterio del Pueyo, de Bodega Pirineos, se defienden mejor en el área cercana a la DO Somontano.

En la DO Ribiro hay dos marcas destacadas, que tampoco tienen relación con los establecimientos religiosos a los que hace referencia. San Clodio es la marca del excelente blanco del cineasta José Luis Cuerda, que, salvo ocasionalmente en su aspecto, tiene poco que ver con un monje (y menos de clausura, y aún menos con votos de silencio y de obediencia). El otro de Priorato de Razamonde, cuyas viñas están en el pago denominado Viña de Lobeira, que el monasterio de San Martín Primario compró al rey de Castilla en 1287.

Es claro que si se buscaran referencias a la pertenencia a una orden religiosa, la mitad del viñedo español estaría relacionada con un monasterio y la otra mitad con la casa de Alba. Eso es historia. En la actualidad no parece probable que otros sigan los pasos de Poblet o La Oliva, o incluso de Montserrat o Cardeña, pero en esto también cabe aplicar aquello de los designios inescrutables.

Publicado en PlanetAVino nº 72, abril de 2017