La relación del vino con la hostelería tiene en ocasiones ese tinte melancólico especial de los amores no correspondidos. Las bodegas piensan siempre en la hostelería. Sus vinos de más alta calidad tienen en los restaurantes de alto nivel su mejor escaparate, mientras que los segmentos más inferiores buscan acomodo en restaurantes de nivel progresivamente inferior en cuanto a precio y exigencia hasta llegar a los salones de banquetes, muy caros y casi nunca satisfactorios (en todo pero sobre todo en los vinos infames que abundan en tantas de esas calificadas como entrañables celebraciones).

El vino mima a los restaurantes e incluso las bodegas apoyan con su publicidad a las revistas del sector gastronómico, que dedican la mayor parte de sus páginas a difundir productos, recetas y restaurantes. Unas páginas en las que un anuncio de establecimientos o productos de hostelería son una auténtica rareza.

El vino mima a los restaurantes e incluso las bodegas apoyan con su publicidad a las revistas del sector gastronómico, que dedican la mayor parte de sus páginas a difundir productos, recetas y restaurantes. Unas páginas en las que un anuncio de establecimientos o productos de hostelería son una auténtica rareza.

Es cierto que probablemente nunca hubo tantos ni tan buenos profesionales del servicio del vino en los restaurantes. Vivimos una etapa en la que el sumiller ya no es un elemento exótico en los restaurantes de cierto nivel, lo mismo que los aparatos para conseguir las temperaturas idóneas de servicio o las bodegas de almacenamiento, por fin con condiciones razonables. Sin embargo, esos casos de restaurantes de calidad siguen siendo una excepción y lo normal es que el restaurante o el hotel sólo piense en el vino a la hora de hacer caja. No obstante, parece que se vive una etapa de progresos en ese sentido, por lo que llama mucho más la atención cuando se da el caso contrario.

En los últimos tiempos incluso se están viendo algunos casos de claro retroceso en algunos de los restaurantes de moda. Algunos de los nuevos cocineros considerados de vanguardia y repetidamente retratados en las revistas gastronómicas parecen haber olvidado que el vino se come. Ultimamente se perciben actitudes desdeñosas, cuando no directamente despectivas, hacia el vino por parte de alguna de esas estrellas. Algunos de ellos pasan por alto toda atención al maridaje vino-plato y afirman que, si el vino es bueno, podrá con cualquier plato.

Por ignorancia o pereza, no se han parado a comprobar eso con alcachofas, espárragos, escabeches, ensaladas y sus fuertes y magníficos vinagres (jerez, módena) y otros productos complicados. Y mucho menos con algunas composiciones atrevidas de las propuestas culinarias más vanguardistas.

Eso es criticable, pero al fin y al cabo nadie obliga a sufrir los inconvenientes de tanta estrella altiva. Otra consideración merece el papel de algunas bodegas que seleccionan ese tipo de restaurantes de moda para presentar una nueva marca, de una nueva cosecha o toda su gama de vinos. Se trata de una acción para “vender” el vino, mostrar sus cualidades en las condiciones más favorables posible, entre las que se cuenta obsequiar a la prensa especializada, sumilleres, jefes de compras o responsables de tiendas especializadas o de establecimientos de hostelería con un almuerzo o cena en uno de los locales de moda.

Se trata de buscar, sobre todo en esos casos, un menú que complemente y realce las cualidades del vino, de manera que se sumen las cualidades del vino con las de unos buenos platos supuestamente geniales. Además, esas acciones ofrecen la ventaja adicional para el restaurante de que les sirven de promoción, no sólo gratis, sino con más o menos pingües beneficios.

Una vez más, algunas de esas estrellas de la cocina se muestran ingratos no ya con un producto que venden con un margen considerable (de eso no se olvida ni uno solo), sino también con un cliente que les llena una mesa o varias y agasaja a sus invitados con la cocina, con el vino, los aguardientes, los puros… Pasan por alto que en ese caso la estrella es el vino y no sus platos o sus personas.

En los últimos tiempos ha destacado en este sentido el restaurante La Broche, uno de los más ensalzados representantes de la considerada como vanguardia gastronómica madrileña. En dos ágapes consecutivos convocados por sendas bodegas (la francesa Jaboulet y su distribuidor en España, Torres Import, y la ribereña Bodegas Señorío de Nava) el menú seleccionado para acompañar los vinos sólo puede ser calificado de auténtico disparate, aunque no se entre en la calidad de las elaboraciones sino sólo en su combinación con los vinos, que, no se olvide, eran los protagonistas y los “paganos” de la cosa.

Basta un ejemplo: con un vino tinto de crianza bastante redondo y si se quiere blando, se sirvió una composición consistente en una sardina en salmuera sobre una gelatina de agua de rosas. El vinagre de la salmuera y el rudo componente vegetal de la gelatina (para no hablar de los aromas que eso pone en la boca) rompen completamente la estructura de cualquier vino.

Desde luego, la responsabilidad es compartida: el restaurante no respeta al vino ni a su cliente y la bodega no se hace respetar. Pero el resultado es el mismo y a veces da la impresión de que, como diría el castizo, vamos “patrás como los cangrejos”.

Fecha publicación:Mayo de 2001
Medio: El Trasnocho del Proensa